Una de las cosas que más destaca en nuestro país cuando andamos en las calles, es la amabilidad de los extranjeros. Venezolanos, haitianos, colombianos, peruanos y ecuatorianos están muy presentes en distintos trabajos en Chile, y ya los reconocemos no sólo por el acento sino porque saludan cuando suben a un ascensor, sonríen y muestran algo que tal vez los chilenos –no sabemos por qué– no siempre practicamos: la cordialidad. El tema de convivir con inmigrantes, emparejarse y tener hijos con extranjeros, compartir con compañeros de colegio y universidad de otra nacionalidad ya forma parte del diario vivir, y ha significado un cambio en la manera como los vemos. Santiago camina a ser cada vez más cosmopolita, una buena parte de los inmigrantes que han llegado son talentosos, simplemente vienen en busca de oportunidades, y de nosotros depende adoptarlos y adaptarnos.
Es así. Se han insertado, son parte de nuestro día a día, y para los sub 30 es tan normal como compartir con un chileno. Y se entiende. La sicóloga Claudia Rojas Awad –quien también es académica de la Universidad Mayor– explica que en Santiago nos encontramos con aproximadamente el 62% de la población que ha inmigrado a Chile. “Ello supone una coexistencia significativa entre los santiaguinos y personas con diversas culturas, costumbres y prácticas sociales. Así el mundo social de la población sub 30 se ha vuelto de una diversidad y riqueza extraordinarias. Los jóvenes viven una cotidianeidad que se configura en la diversidad cultural, teniendo la posibilidad de mayor apertura a quienes han aportado con la multiculturalidad que hoy experimentamos. Son jóvenes que están familiarizados con la diversidad de manera muy distinta a sus padres; el mundo globalizado, el acceso a información de distintos países, el consumo de música, comida y otros productos les permite desarrollar mayor aceptación, aprecio e interés por las personas que vienen de otras culturas”, explica la profesional.
María Luna Méndez tiene 22 años y llegó a Chile con su marido desde Venezuela. Ambos exitosos profesionales en su país, comenzaron a buscar la manera de permanecer acá, que si bien es muy distinto a su tierra natal, los recibió bien. “Nuestra experiencia en Chile ha sido maravillosa en todos los sentidos. En un par de semanas cumplimos 3 años viviendo aquí y no tenemos nada malo que decir. Juan encontró trabajo súper rápido en su área y la adaptación fue excelente”, cuenta.
De alguna manera hay un quiebre en cómo ven los millennials y la generación anterior al extranjero. “Así como la población joven y adulto-joven tiende a tener mayor apertura, hay otros sectores más conservadores y con un sentido de nacionalismo, o patriotismo, que pone al extranjero en el lugar de lo extraño, desconocido y, por ende, peligroso. Esta población tendería a reaccionar negativamente ante el extranjero, como si fuera un invitado no deseado, y se lo hace saber: discrimina, reproduce prejuicios y discursos xenofóbicos que muchas veces sostienen prácticas violentas. Ello coexiste también con otras formas de relación menos visibles, pero igualmente discriminatorias, por ejemplo, la erotización de lo extranjero, del ‘negro’, de ‘la negra’, de sus cuerpos, cosificándolos, poniéndolos en el lugar de objeto de deseo, observación y consumo. No obstante, también hay otras prácticas cotidianas que operan desde la aceptación e incluso curiosidad por lo distinto. Caminar por las calles de Santiago Centro, oler las delicias culinarias de las cocinerías peruanas o colombianas, caminar por la feria de la calle Esperanza y deleitarse con los colores de las frutas, verduras y condimentos extranjeros, permiten reducir la extrañeza, entablar una conversación amable y respetuosa, reconocernos en la multiculturalidad y su diversidad… Los chilenos no somos prejuiciosos per sé; sí hay chilenos prejuiciosos y otros con mayor apertura y aceptación que nos centramos en la calidad de ser humano de las personas, en nuestra capacidad de relacionarnos desde valores éticos y políticos centrados en la coexistencia colaborativa. Todos en cierto sentido tenemos pre-juicios, opiniones pre formadas de cómo son los demás, y disminuir esas brechas requiere conocerse, estar en espacios de interacción personal que visibilice y permita entender a los otros”, destaca.
Francisca Walker
“Viví durante un año y tres meses en Los Ángeles, California. Y recuerdo que tenía sensación de adrenalina constante. Creo que uno es la mejor versión de sí misma cuando vives fuera, estás atenta a tu entorno, con ganas de conocer lugares y personas, abierta a conversaciones casuales con extraños, más libre y con mayor capacidad de asombro. Pero luego pasa el tiempo y comienzas a extrañar a tu familia, amigos y ciertas cosas de tu país; no es fácil estar sola en un país extraño”, reconoce la actriz. El regreso a Chile le permitió vernos con otros ojos, con la distancia que le había provocado el periodo fuera.
“Así como existe el shock cultural cuando uno vive en el extranjero, pasa también cuando regresas. Recuerdo que la primera vez que escuché el acento chileno después de mucho tiempo de hablar en inglés y español ‘neutro’ (con mis amigos mexicanos y salvadoreños), fue una impresión muy fuerte. Tenemos un acento muy marcado y fue la primera vez que logré entender por qué nuestros vecinos se ríen tanto de cómo hablamos. También sentí que todo estaba muy apretado en Santiago, vi una ciudad pequeña, colapsada, y bueno…, el camino por la Costanera desde el aeropuerto hasta donde vivo dejaba al descubierto el gran nivel de pobreza y desigualdad que aún existe. Otro impacto fue el aire (a pesar que L.A. también es una ciudad muy contaminada); me costó acostumbrarme al aire santiaguino. Y la gente, me pareció que la gente sonreía poco…
Todo esto lo sentí durante la primera semana, pero luego de un tiempo es muy placentero volver al hogar, a lo conocido, a tu gente. Logré reencantarme con Santiago cuando me reencontré con sus espacios culturales, cuando vi niños bailando en las plazas, cuando vi teatro chileno, cuando vi que la gente hace más ejercicio al aire libre y en grupos”.