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La huída de mi casa [Parte II]

No te pierdas una nueva entrega del Diario de Cassandra. Estamos a muy poco de una gran sorpresa.

Hoy tengo que confesarle a este diario que finalmente estoy cambiando mi vida. Estoy a punto de variar mi latitud. Creo que estoy en uno de esos momentos que recordaré para siempre. Me tinca. Acabo de dar un paso importante. Caminé sin mirar atrás. Compré un pasaje, hice mis maletas y decidí subirme a un avión rumbo a Buenos Aires. Al fin decidí hacerlo. Nadie me extrañará demasiado. Creo que los únicos que lo harán, serán el hombre estatua y el Negro Vicente. Quizás mi papá también un poco. Pero mi madre nada. De hecho cuando le dije, ni siquiera fue capaz de inmutarse. El pulpo de mi madre sólo me quedó mirando, y se dedicó a destilar su veneno. Me miró con cara de culo, y me dijo que apostaba a mi error. Mi madre siempre ha apostado a mi error. Desde que nací que predijo que nunca le achuntaría a nada. Es como mi oráculo negro. Un oráculo negro, que de ahora en adelante, quedará simplemente demasiado lejos. Demasiado lejos para tocarme. Demasiado lejos para participar en mi vida. Demasiado lejos para participar en mi siguiente historia. En la historia que comencé en el cruce de la frontera.

En el Aeropuerto Arturo Merino Benítez. Porque debo decir que mí llegada allí fue tan importante, como la vez que me bautizaron y me regalaron mi primera virgencita de oro. Así de importante fue. Así de importante lo sentí yo. Hasta allí llegué a las siete de la tarde en un desembarco extraño. Arribé como arriban todos los que jamás han tocado un aeropuerto en su vida. En un bus que me acarreó desde la estación Pajaritos. En el bus me explicaron en qué consistía la cosa. Me explicaron que sólo los que andaban con las “monedas justas” se subían allí. Me explicaron también que los que estábamos allí, formábamos parte de una especie de Chile profundo. Sólo nosotros utilizábamos ese transporte. Y luego nos bajamos en el aeropuerto, como una manga de gente perpleja. El resto llegó en transfer, en taxi o en auto.

Sus ojos violetas ya no brillaron más. Ya dejaron para siempre de ser sus ojos violetas. Mi muñeca se apagó tal como lo hizo Cerati. Cerati dejó la ciudad de la furia. Quizás para toda la vida. Pero yo estoy a punto de entrar en ella.

Algunos en autos extremadamente lujosos. Tan lujosos como los que yo nunca antes había visto en mi vida. Esa gente para mí fue como ver gente de otro planeta. De una dimensión inalcanzable. De otro país. De otro mundo. De un país diferente del mío o de la gente que yo conocía. De un país dividido por una frontera invisible. De un país que jamás se hubiese cruzado con el país de la señora Iris. Ellos jamás hubiesen venido a comprarle ni un mísero maquillaje a mi jefa. Ni en sus más terribles pesadillas hubiesen pisado el mismo territorio que yo. Mi territorio. El territorio que yo había estado pisando cada maldita mañana. Su raza no era mi raza. La raza de los que sabían viajar, no era mi misma raza.

Ellos eran la capa más elevada del aeropuerto. La elite. La gente los quedaba mirando, como si lo único que hubiesen querido, hubiese sido pertenecer a ellos. Analizaban cada uno de sus movimientos para lograrlo: cómo caminaban con sus maletas modernas y aerodinámicas, cómo calzaban sus abrigos costosos de manera perfecta, cómo deslizaban sus zapatos inmaculados de cuero sobre las baldosas- de forma tan sincronizada-que era como si hubiesen nacido para hacerlo. Ellos definitivamente eran otra raza.

La sonrisa del viajero elegante pertenecía a otra raza. La sonrisa de ese viajero elegante, que era a la vez tan amable y deshumanizada, como el cartón piedra de los teatritos. Porque ninguno de ellos, podría haber tenido ni la más remota posibilidad, de haberse cruzado en mi vida. Ni en un millón de años, podrían, haberse cruzado con mi sándwich de mortadela y mi mochila deshilachada. Yo Cassandra definitivamente estaba en el otro lado de su frontera.

Pero eso daba lo mismo. Hoy daba lo mismo. Lo único que importaba ahora es que me encontraba allí. Sentadita muy cerca. En las sillitas de metal con hoyos. Esperando mí vuelo al igual que ellos. Como cualquier otro ser humano esperaría su vuelo. Tarareando ‘En la Ciudad de la furia’ en mi cabeza. La canción de Cerati en mi cabeza. Del hombre con los tubos puestos. Del rockero con la sonrisa congelada y la madre sufriente. Del rockero que ya no sonríe, que ya no vive, que ya sólo yace allí, como un vegetal elegante, en el meollo mismo de un recinto imposible.

Porque su recinto no es otra cosa que un lugar imposible. Un lugar donde vive una flor apagada. Y yo siempre he pensado que las flores apagadas son como la imagen más triste. Son como la naturaleza muerta. Desde siempre he pensado lo mismo. Desde que mi muñeca Mónica murió. Desde que mi madre la metió a la lavadora y la dejó sin cabeza. Desde ese preciso momento que pienso, que las flores no deberían apagarse nunca.

Porque mi muñeca Mónica terminó como una especie de estropajo sin vida. Sin futuro. Sin habla. Mi muñeca Mónica dejó de ser mi muñeca. Para siempre. Sus ojos violetas ya no brillaron más. Ya dejaron para siempre de ser sus ojos violetas. Mi muñeca se apagó tal como lo hizo Cerati. Cerati dejó la ciudad de la furia. Quizás para toda la vida. Pero yo estoy a punto de entrar en ella. A la ciudad de las bombachas transpiradas de Fito. A la ciudad del Padre Nuestro de Vicentico. A la ciudad de las medialunas y el café negro. Creo que todo eso me espera. En Buenos Aires. Llegaré allí, después de que por fin me haya subido a este avión.

A este avión que me hace llorar. Porque lo único cierto es, que apenas me subo a este avión-estoy por primera vez en todo el día- a punto de ponerme a llorar. Lloro por todo. Lloro porque dejó Chile, lloro porque dejo al Negro Vicente, lloro porque dejó al hombre estatua y finalmente lloro porque me da rabia ser como soy. Porque me da rabia ser la única que definitivamente nunca se ha subido a un avión. Y por lo mismo todo comienza a dolerme. El despegue me duele. No tengo ni la más mínima idea de quién diablos manejará esta nave. La nave está a punto de emprender el vuelo, y yo vuelvo a creer en la Virgen. Vuelvo a creer en ella, únicamente porque me da miedo pensar que no existe. El miedo siempre me ha hecho creer en la Virgen. Creer en Dios y la Virgen. Porque sé que Dios me estará mirando. Hasta que el avión aterrice. Hasta que llegue a la ciudad de la furia. Hasta que llegue allí y yo pueda comenzar a ser realmente feliz.

Foto: hotelareca.es

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