La verdad es que doña Iris me tiene realmente cansada. Ya no la aguanto más. No la soporto. No soporto verla cada mañana y escuchar su voz de pito diciéndome que tengo cara terrible. Que amanecí con una cara terrible. Sugiriéndome maquillajes que me causan alergia. Sugiriéndome que me debería poner la misma ropa que ella. Siempre diciéndome lo mismo, que cargo con una amargura casi ancestral.
Vieja de mierda. Hasta cuándo va a entender que mi amargura no es ancestral -se lo aclaro ahora mismo a este diario- que mi amargura proviene de ella. Que se origina en el lugar específico donde trabajo. En “Bella”. “Bella” es el epicentro de mi fastidio. Todo el mundo estaría fastidiado en “Bella”. La peor tienda de maquillajes del mundo. De hecho no logro imaginar qué podría ser peor que eso. No logro imaginar qué hubiesen pensado ustedes, si hubiesen tenido que vivir lo mismo que yo viví el otro día. El otro día me tocó atender a un enano más extraño que un perro verde, del cual no pude zafar.
Aún no logro arrancar su imagen de mi cabeza. Era una cosa condensada, diminuta, terrible. De brazos cortos y bigote horroroso. Y esto no lo digo porque les tenga especial aberración a los enanos -porque por el contrario me parecen imprescindibles, para atender parques de diversiones o atender lugares de fantasía- lo digo porque este enano en particular me pareció diferente. Especialmente diferente. No era como los duendes de Navidad ni como la Chanchita Piggy, era más avezado. Más vivo. Más urbano. Más siniestro. Lo recuerdo nítido. Entró como tambaleándose a la tienda, y después me dijo que le cambiara el rostro porque venía a decirme “puras cosas de verdad”. Tan directo como si se hubiese tomado una chicha. No sé qué se habrá imaginado el enano. Según me confesó después, desde hacía meses que me venía “cuarteando”. Enamorándose de mí desde la distancia y desde el silencio. Agazapado entre los miles de cachivaches que junta en su tienda de fiambres del frente. Una tienda que yo en mi puta vida había visto. De esas que son tan horribles que llegan a parecer invisibles. Pero ahí atendía el enano. Vendía salchichón cerveza y paté.
Pero además se pasaba todo el día mirándome. Con un gesto completamente obsesivo. A tal nivel que se había aprendido todo lo que se podría haber aprendido de mí. Me fue recitando mi rutina en mi propia cara. Sabía demasiadas cosas. Sabía por ejemplo que todos los días yo almorzaba ave palta con jugo de naranja en la tienda de abarrotes del frente. Sabía también que me gustaba cortarme el pelo donde Don Héctor, y comprarme ropa interior donde la señora Ana. Pero lo más importante de todo, es que conocía perfectamente mi situación. Mi gran verdad: que yo sencillamente odiaba a mi jefa. Que yo sencillamente odiaba a doña Iris y quería matarla con un cuchillo carnicero en la ingle. No sé cómo lo sabía pero lo sabía. Según él que se me notaba en todo. Lo suficiente como para haberlo visto. Se me notaba tanto en la forma en que arrastraba los pies para caminar a la tienda, como en la cara de fastidio con que miraba a doña Iris cada mañana. El enano había logrado verlo. El enano se llamaba Luis. Y Luis para mí, era completamente indescifrable.
En especial porque se quedo parado allí en el centro de “Bella”, como una estatua -por más de media hora- sin parar de hablarme, a pesar de que yo no le decía nada. Y también porque me invitó a salir. Me invitó a una parrillada para que nos “conociéramos” más. Me lo dijo como si me hubiese conocido de siempre. Sin siquiera sospechar de que yo lo que más odiaba en el mundo, eran justamente, las parrilladas. La carne de vacuno jugosa en plato floreado. La ensalada chilena y el hálito a vino tinto del público comiendo feliz, con pebre y sonrisa de plástico. Ese tipo de lugares, eran para mí, francamente horrorosos, pero el enano no lo sabía. El enano no sabía nada de lo que pasaba por mi cabeza. El enano sólo adivinaba. Más bien sólo adivinó lo de la señora Iris. Aunque a pesar de eso, es imposible no decir que en su gesto, sólo existió una inocencia indescriptible. Un ímpetu por parecer normal.
Por acercarse a ese mundo donde había nacido. A ese mundo que lo rodeaba. Y es que así sobrevivía el enano, tratando de paliar su estatura, intentando copiar todas las características que había visto alguna vez en la gente. Copiando el murmullo de los individuos que se decían normales. Y sus intentos reflejaban ternura. Constatar, por ejemplo, los esfuerzos que hacía para acercarse a mí, me causaba ternura. Sus ojos mudos clavándose en mi blusa, me parecían intensos. Al nivel que luego de eso, nada del barrio, volvió a ser lo mismo. Hay gente que simplemente no tiene Dios, pensé, y luego le prometí al enano, que saldría con él. Teníamos algo en común. Los dos nos sentíamos solos. Simplemente demasiado solos.