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El día que “decidí” que no dejaría que la ansiedad me detuviera

La ansiedad está ahí pero no pienso dejar que me detenga más

La ansiedad nunca había representado un problema en mi vida hasta hace cuatro años, cuando tuve una serie de ataques de pánico y ansiedad que me hicieron terminar en diferentes salas de emergencia.

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El primer ataque sucedió en la oficina. Lo recuerdo perfectamente; llevaba varios días sintiéndome incómoda por una serie de situaciones que me tenían muy nerviosa. Llegué a tener pesadillas y pensamientos sobre que algo malo podría pasarme en cualquier momento. Me costaba trabajo salir de mi casa para llegar a la oficina y viceversa. Todos esos días trataba de salir lo más pronto posible para que no cayera la noche y me expusiera a estar sola en la calle. Y había funcionado bastante bien, hasta que un día estaba tan llena de pendientes que se me hizo tarde y me agarró la noche.

Cada minuto que pasaba veía cómo se ponía más oscuro y yo no terminaba. Mientras el resto salía, yo seguía sentada, sin poder concentrarme, pensando una y otra vez en todas las fatalidades que podían ocurrir al salir.

Para alguien que no sufre ansiedad, esto podría ser cualquier cosa pero para mí no lo era. Estaba aterrada y empeoró cuando comencé a sentir un hormigueo en todo el cuerpo. Por supuesto, recurrí a Google para buscar a qué podría deberse esa sensación y lo primero que apareció fue «ataque al corazón».

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Me sentí peor y me imaginé colapsando ahí mismo. Terminé como pude y corrí a la salida. Fue el viaje de ida a casa más largo de la vida pero logré llegar a casa hecha un mar de lágrimas. Estaba tan convencida que me daría un ataque al corazón que mi hermano tuvo que llevarme a una clínica para que me dieran un sedante. «Esto no puede estar pasando, ¿cómo llegaste aquí?», pensé.

El segundo ataque sucedió unas semanas después. Estaba discutiendo con mi mamá por algo que hizo que comenzara a sentir de nuevo ese maldito hormigueo en el cuerpo. No podía ni respirar y mi madre que jamás me había visto así, comenzó a gritar que me calmara pero eso lo empeoraba más. Le pedí que me llevara a urgencias en la Cruz Roja y minutos después, me estaban midiendo el pulso en una camilla.  «¿Es la primera vez que te pasa esto?, preguntó el doctor. «Sí», mentí, pensando que si decía que sí, creerían que estaba loca. En mi cabeza me repetía una y otra vez que había fallado con que no volvería a terminar así.

En la cama que estaba al lado de mi, vi a una chica que había tenido un accidente y tenía una venda llena de sangre en la cabeza. Me sentí peor de pensar que estaba ocupando el lugar de alguien que de verdad podría tener una emergencia. «No puede volver a pasar esto», me dije.

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Vector de Personas creado por pikisuperstar – www.freepik.es

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No recuerdo bien qué detonó el tercer ataque que tuve pero sí sé que fue la gota que derramó el vaso no sólo porque me sentí muy avergonzada al no saber qué decir en la recepción para que me atendieran sino  porque también estaba haciendo sufrir a mi familia que no sabía cómo actuar. 

Esos ataques de pánico estaban haciendo que cancelara planes con mis amigos, que en el trabajo no pudiera concentrarme y que me alejara de las actividades que me hacían feliz.

Pero así es cuando la ansiedad se apodera de mí. Para algunos de nosotros, va y viene; pero para otros, tiende a quedarse todo el tiempo, solo cambia la gravedad. Uno se siente miserable; como cargases un pesado bloque de concreto que no te deja respirar. Es abrumador y salir de ahí se convierte en una misión imposible.

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«Decidí» que no dejaría que la ansiedad me detuviera más, que lucharía con mi propia mente para que no me controlara con pensamientos catastróficos. Sí, tuve que ir con un especialista y eso fue otra clave para decir que no podía seguir así.

Hoy puedo decir que he aprendido y avanzado. Lo que fue hace cuatro años me ha ayudado a entender muchas cosas como que probablemente la ansiedad nunca desaparecerá del todo pero que puedo «decidir» cuánto permitiré que me afecte. Que tenerla no me define como persona ni me hace menos capaz de nada, que está bien pedir ayuda, que hay que hablar de ello sin sentir vergüenza y que definitivamente no tengo por qué sucumbir ante ella. Sanar es un proceso pero cada pequeño paso es un gran avance. 

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