Las películas y libros de amor nos ha acostumbrado a creer que una relación debe ser perfecta, con dos personas que cuando se tocan, salen chispas o que hay un magnetismo que hace que sus labios no quieran separarse cuando se besan.
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Creemos que el llamado «hilo rojo del destino» lo es todo para definir cuan fuerte será la conexión entre ambos y soñamos con alcanzar esa perfección sin pensar que eso sólo termina por provocar más angustia.
No nos tomamos el tiempo para comprender el funcionamiento interno de la mente de l otro ni vemos más allá de lo que reflejan sus ojos. Nos quedamos con la primer imagen, con la idea de que esa persona entre en lo que el resto espera.
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Nos preocupamos por crear la relación perfecta, basada en química y sexo, en pasión y atracción pero olvidamos de un factor importante: el crecimiento que nos ofrece el otro.
El amor verdadero no se trata de perfección sino de encontrar un equilibrio, de saber construir un futuro.
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Sí, la química inicial que sientes por esa persona es increíble y es esencial para comenzar a forjar una conexión. Sin embargo, no es lo único que hace que sea perfecta.
El amor verdadero se construye todos los días y alcanza la perfección (o lo más cercano a ella) cuando dos personas aprenden a tomarse de la mano para caminar juntos hacia el futuro.
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Así que deja de perseguir la perfección, deja de creer que esa persona debe de ser de cierta forma para ser considerada perfecta por otros. Con quien estés, debe darte la certeza de que estarás bien, de que construirán un futuro juntos y que seguirán alimentando las fortalezas del otro.
Quédate con quien esté dispuesto a trabajar en la relación hoy, dentro de un mes y dentro de unos años. Alguien que sea lo suficientemente maduro como para manejar las responsabilidades que conlleva amarte. Alguien que no vea el compromiso como un castigo o una condena de esclavitud. El amor verdadero está en quien te impulse a ser mejor cada día y en quien no te haga dudar de que lo que tienen es perfecto.