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Carta abierta a mi exesposo

De cuando te enteras, cuatro años después de divorciarte, de que sigues casada...

Hace más de ocho años que, frente a familiares y amigos y con la casa por la ventana, nos prometimos ser una familia para siempre. Hace más de cuatro años que cambiamos de opinión.

Perece mentira pero recuerdo poco de los siete años que pasamos juntos. Están las grandes anécdotas: Tokio, el helado de menta, París, el primer beso a escondidas, el día que adoptamos al gato, el restaurante “aquel”, el road trip a Marsella, la boda, el aeropuerto de México… el hospital, las malas noticias, las fichas de dominó volando por los aires, las cien pruebas de embarazo y esa chica, esa chica que se sentaba tranquilamente en una mesa de mi propio café a beber una taza mientras esperaba que te dejara ir. Esa chica con la que regresaste a París sin mí.

No quería dejarte ir. Y sin embargo tuve que hacerlo. El día del divorcio llorabas como un bebé. Te temblaban las manos mientras firmabas con la misma pluma con la que firmamos la boda. De eso sí me acuerdo muy bien. Nunca pensé que fuera a realmente olvidar.

Pero no recuerdo nuestra vida cotidiana. Nada en mi cabeza que me diga qué se sentía despertar junto a ti, ni una sola escena paseando al perro. No recuerdo tu fecha de nacimiento. Ni día ni año. “Era mucho más grande que yo”, pero no sé si 9, 11 o 13 años. Algo así.

No sé si le ponías azúcar al café. Espero que no. No sé si te gustaban los Melvins como a mí. Supongo que los Kinks sí, porque te llevaste mi disco. Tú dices que lo compraste tú y yo… yo ya no recuerdo. Solamente sé que mientras vivimos juntos yo cocinaba y tú lavabas los platos. Era un buen trato.

Aunque intentaste resistirte te saqué de mi vida. “Ya no me escribas ni me llames más. Nunca más”. Y de pronto llegas de nuevo en un papel. Que no procedió el divorcio allá en ese estúpido París. Y más estúpido tú, que en todos estos años no te habías dado cuenta.

Estoy faltando a la verdad. Siendo sincera recuerdo algo además de los trastes limpios y es que nunca fuiste estúpido. Perdóname, es que me da coraje. Lo lógico hubiera sido que te mandara el papel que hacía falta sin chistar, que me sintiera ofendida por la postdata de tu carta (“¿Aún te llevas con MI amigo? ¿Quién es ese que está con ustedes y te abraza en una foto en Facebook?”), que te dijera de nuevo vete, y no me escribas ni me llames más.

Pero el amor no es lógico ni después de muerto. Y por un breve, muy breve momento me pregunté qué pasaría si fuera a París y te dijera que no me quiero divorciar. Que prometiste que seríamos una familia. Que ya estuvo bueno y que regreses a casa, porque los platos se apilan y se apilan y yo no los quiero lavar. No era el trato.

¿Qué pasaría si juntáramos de nuevo nuestra colección de discos? ¿Y la biblioteca? ¿Si intentáramos de nuevo tener bebés que tuvieran mi cara y tu inteligencia (lo contrario sería catastrófico)? ¿Qué se sentirá despertar junto a ti, tener un perro, pasearlo? ¿Traerte un café con o sin azúcar a la cama? ¿Que mi amigo fuera tu amigo y lo invitáramos a jugar dominó a la casa?

En serio es pregunta. De nada de eso me acuerdo ya. Pero ha de haber sido terrible porque ya no estás aquí. Porque necesitas un papel y una firma para poder prometerle a otra chica, que no somos yo ni la primera chica, que van a ser una familia para siempre.

Te deseo que esta vez no sea terrible. Te deseo que nunca te olvide. Te deseo que odie a los Kinks y te obligue a enviarme mi disco por correo. Y que seas muy feliz.

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