Luego de varios días, o semanas, de mensajes y coqueteo en las redes sociales, de toparte con él en fiestas y círculos de amigos en común, el chico que te gusta te propone un plan. Platicar por medio de un dispositivo es sencillo, no así en persona y menos cuando ya estás más que atrapada entre sus sonrisitas y miradas irresistibles, qué hombres más encantadores.
El primer impacto: das un pequeño salto de alegría, al fin que no puede verte de este lado del teléfono, y gritas “¡Me invitó a salir!”, mientras una voz interior exclama con el mismo júbilo “¡Prepárate para arruinarlo!”.
El día llega, puede tratarse incluso de la segunda o novena cita, las que necesites para que tus manos suden litros, para que las rodillas tiemblen ligeramente bajo la mesa, para que enmudezcas cuando el atrevido te toca la barbilla y para que tu atención esté concentrada en disimular el nerviosismo.
Así pasa: cada que toca tu espalda para ceder el paso sientes un pequeño escalofrío, en momentos estás seria y otros, risueña. Ya en la mesa empiezas, si acaso jugar suena muy indecente, a partir la comida en trozos iguales y a untarle mantequilla a todos los panes aunque no vayas a comer alguno, ¿nerviosa?, no qué va. Conversan, ya sabías que escucha la música que te desagrada y que solo lee best sellers; pero no hay problema, para eso tienes amigos con quien sí compartes gustos en común. Yo pago mi consumo por favor, gracias.
Este, el de él, es otro mundo; el del romance noventero que tanto has idealizado, que es tan mucho o tan poco que no te darás la oportunidad de vivirlo, por exigente, por miedo o por crueldad hacia ti misma. Ríes como tonta, ¡cómo te gusta este muchacho! Sería el novio ideal, promedio y agradable, no tiene pizca de relaciones tormentosas como las de aquellos hombres increíblemente afines a ti. ¡Te-gus-ta! te hace sentir feliz y levitar unos milímetros más que esos intelectualoides, y eso es lo importante.
Llega el momento en que te pregunta ¿Estás saliendo con alguien?, respondes que no ¿y tú?, también lo niega, insistes “¿De verdad no hay por ahí alguna chica que te guste? ¿Sí? Deberías invitarla a salir, mira, a las mujeres les gusta que…”, es que debo admitir que soy fan de las historias de amor ajenas, que hasta contribuyo a construirlas y me convierto en un cupido casi infalible. Si, en este punto ya estoy escabulléndome por la salida de emergencia, porque lo mío, lo mío es huir, siempre.
El desenlace de este cuento de miedo y cobardía acaba en un beso, a iniciativa mía y cortesía de cierto dejo de abandono, uno encendido, apasionado, que puede acabar en la cama. Otro beso, un abrazo de despedida. Luego, me procuraré una decepción y cada quien hágase responsable de sus sentimientos.
Al día siguiente o la próxima vez que te saluda, le contestas amablemente seguido de un ¿Cómo vas con la chica?; cuando haya decidido intentarlo a raíz de tanta insistencia tuya, te mantendrá al tanto y le dirás “¡Cool! no sabes cómo me da gusto”, mientras por dentro ahogas unas lágrimas un día y hasta un mes más, te flagelas un poco. Cuando su relación vaya viento en popa, desearás estar en los zapatos de aquella chica, pero ya tienes lo que mereces, por lo que tanto te esforzaste: ahuyentarlo.
Porque imposible es que él aplique psicología inversa, detecte que todas estas señales significaban que estabas muriendo de amor, salir triunfal. Y vaya que tampoco estoy a favor de la fantasía en la que él deba venir heroicamente a salvarte de tus propios miedos.
Pero por cobardía, por razonarlo todo, por ahorrarse el dolor que podría suscitarse; el autoboicot es un deporte extremo y espero un día retirarme de sus filas. Mientras, seguiré saliendo con chicos listos y desenfadados que no me paralizan, ni me ponen nerviosa, ni amenazan mi corazón.