La primera vez que nos besamos, me doblaba la edad. Él tenía 34 y yo 17, él de la generación “X” y yo de la “Y”. Empezamos a coincidir, unas veces intencionales y otras inconscientes. Ya me sentía atraída, pero por dentro me reclamaba que no me podía enamorar de alguien tan mayor y loco; él también se sentía atraído y por dentro se reprochaba por enamorarse de una que apenas iba naciendo cuando él fue a su primer concierto de Scorpions.
Sin más, nos gustaba estar juntos, con cualquier pretexto. En la biblioteca y en el parque, al salir de la universidad y en su departamento. Mails, mensajes de texto y llamadas secretas. No hubo flores, ni regalos, ni declaraciones, ni palabras bonitas, ni promesas, ni proposiciones. En vez de eso, una colección desfragmentada de mi cuerpo desnudo en dibujos, pinturas y fotografías que me hacía. Ya estábamos enamorados, pero indecisos para iniciar una relación formal, así que nunca lo planeamos hasta que sin anunciarlo fuimos vistos como una pareja tal cual.
Pero “la edad” es una sentencia que tuvimos presente desde el primer día hasta el último de nuestra relación de casi 7 años. Los años estorban o ¿será la cobardía?
Existió el requerimiento mínimo de celos, pues el amor que teníamos estaba fundamentado en la libertad. Queríamos estar juntos siempre, y en ese “siempre” era imposible creer que yo sería la única con quien él tendría sexo o que él sería el único con quien yo tuviera relaciones.
Sobre los estereotipos de que él por mayor es más interesante, y que yo por niña lo encendía más, que aunque pareciera un hecho, ni él me gustó por interesante, ni yo a él por fogosa. De todos modos sí, un cuarentón es experimentado, maduro, atractivo, seguro, sabe quién es y qué quiere, ha leído, visto y conocido más que una, hay excepciones claro.
Me enamoré no por su edad ni los estereotipos anteriores; fue su forma de ver, su honestidad, su locura, sus brazos, su autonomía y por ser sumamente observador. Sus manifestaciones de amor nada tenían que ver con flores, ni siquiera con “te quiero’s”, sino a través de una admiración plena, al darme libertad y reconocimiento por lo que hacía. Sus formas de dar cariño eran a través de brindar protección y hacerte sentir segura. El sexo, sin profundizar, era bastante bueno.
La comunicación, el entendimiento y la empatía en una relación con diferencia de años son de rigor. Sabíamos que conversando todo tenía solución y podíamos llegar a un acuerdo.
Él era invariable, constante. Yo siempre estuve creciendo y no es que haya sido voluble, era normal que cambiara en esos años. Él siempre fue el mismo, y no iba a cambiar. Es una persona “hecha y derecha”, sabe bien qué quiere y qué no, qué haría y qué no, qué come, qué compra, qué se pone y qué no. Siempre defenderá que no es necesario condescender por amor, eso aquí y en China le llamará chantaje emocional, y si lo llega a hacer (como el día que me regaló flores) será la caricatura más burda de sí mismo. ¿Quién era yo para cambiarlo?
Él se sabía mi camino de ida y de vuelta, y por más que me aconseje tenía que experimentarlo por mi cuenta sin evitar que me tropiece. Aun así pasamos otros cuatro años juntos como la pareja más enamorada del mundo.
Todo hermoso, ¿y el futuro? La palabra temida. Por mi estupidez de pensar que me estaba perdiendo de vivir algo más en mi juventud, por su inseguridad de no saber cuántos encuentros casuales más tendría que aguantarme, la indecisión de vivir juntos, porque decidamos o no, tenía que ser ¡ya!, no había tiempo, él se haría viejo. Quería casarme y ser madre después de los 30, ¿qué tan justo era darle un papá de 50 años a mi hijo? ¿Cuántos años más iba a esperar para que él me conquistara como “debe ser” y darme al fin ese ramo de flores, los chocolates, un te amo cada hora, el cielo, la luna y las estrellas? ¿Cuánto esperaría él a que yo fuera mujer de un solo hombre? Concluimos: En lo nuestro no hay futuro.
El amor no se acabó, pero sí el encanto. Nos dijimos adiós enamorados y con la certeza de que todo empeoraría. Nos cansamos de esperar uno del otro lo que no éramos. Dejé de ser la “flor de rara belleza y enloquecedoras fragancias” de la que él se enamoró. Siempre a contra reloj, creímos que de seguir juntos no nos hallaríamos en fase en ningún punto de la vida.
Porque el amor también se trata de soltar y darle al otro la oportunidad de encontrar algo más ideal, con un momento, con futuro, de vivir lo que quiere y necesita vivir, de encontrar a alguien en la misma etapa de su vida, caminar a la par, dejar de correr apresurando los planes para alcanzar al otro, o deteniendo la cuerda del tiempo hasta desgastarnos y herirnos en la fatiga.