En la adolescencia siempre fui esa chica que no podía tener un novio serio: me daban pereza. Salía con quien quería a la hora que se me antojaba y no tenía la mejor reputación del mundo. Por eso, cuando le anuncié a mi familia que iba a casarme todos respiraron aliviados. “¡Y antes que tus amigas!” Escuché por ahí. ¿Por qué querían encasillarme? Yo sabía que no sólo no tenía novios, tampoco amigas, y siempre fui muy feliz así.
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Por supuesto, el matrimonio no fue lo que esperaba. Nunca es lo que esperabas, me parece. Él era bastantes años más grande que yo. Lo conocí en la universidad. Yo era esa chica lista que siempre tenía una opinión: la lengua demasiado larga y la falda demasiado corta. Y él… bueno, él estaba dando esa clase de cine japonés.
En ese entonces yo salía con un amigo suyo. Nada serio, nunca tenía nada serio con nadie. Eso no me impidió invitarlo a salir una y otra vez hasta que me dijo que sí. Tres meses después se fue a vivir a Tokio y me dijo adiós “para siempre”. Tres semanas después me llamó y me pidió que me casara con él. Le dije que sí porque nunca me había casado. Sonaba nuevo y emocionante y socialmente aceptable y nada solitario. No fue lo que esperaba.
Al año de casados sólo pensaba en dos opciones: matarme o tener un bebé. Intenté la segunda. Lo intenté durante dos años y cuando fue evidente que no se iba a poder, intenté la primera. Nunca en toda mi vida me había sentido tan sola. Pero cuando él me pidió el divorcio le dije que por supuesto que no, a mí me gustan las cosas bien hechas.
A las pocas semanas se mudó de cuarto y se me derramó la bilis, literalmente. Fue a eso de las cuatro de la mañana pero no quise despertarlo, así que cuando se paró al baño a las siete y me encontró tirada en el piso ya era un poquito tarde. En los cinco días que estuve hospitalizada no se quedó a dormir ni una vez ahí. Las enfermeras debían despertarme para que firmara por cada dosis de medicamento. “No tiene familiares”, las escuchaba cuchicheando. Pero saliendo de ahí me pidió otra vez el divorcio y le dije que por supuesto que no.
No estaba montada en mi mula: les juro que quería que funcionara. Preparaba para él cenas espectaculares, grandes gestos románticos. Me ponía linda, me interesaba en lo que él leía, veía en la tele, opinaba sobre política. Pero no tenía sentido porque me había enamorado de alguien igual a mí: éramos solitarios empedernidos y no lo queríamos aceptar.
Siete años después de nuestra primera cita le dije que sí. Que sí me divorciaba de él. Lo acordamos por las buenas, firmamos en friega, nos despedimos con un muy largo beso.
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Ahí fue donde a mi alrededor empezaron de nuevo a juzgarme. Volví a ser la oveja negra. Que no le puse empeño; que los matrimonios son para siempre; que por qué no tuve hijos; que era mi deber. Que todavía somos amigas pero mi esposo no quiere que nos veamos; que no es que no te invite, es que van a ir puras parejas y te vas a sentir incómoda; que si acaso te fue infiel debiste saber que todos los hombres lo son, pero hay que saber perdonar.
Volví a ser la oveja negra pero, ¿saben qué?, volví a ser feliz también. No quería la jaulita de oro en la que vivían mis amigas. La conocía por dentro, a mí no me engañan.
La cosa es que ahora sí quiero una relación seria y nada más no sé cómo funciona. Mis amigas me dan consejos básicos como “no seas infiel”. ¿Cómo? ¿Que soy la única persona que se fija en más de uno a la vez? No es de señoritas. Ah, ok. De todas formas la discusión no tiene caso, porque no tengo a quien serle infiel. No por falta completa de candidatos, pero es que me dan mucho miedo.
¿Cómo saber que no se sentirá amenazado por esa manía mía de ser una chica lista? Muchas son las mujeres que conocen a un hombre y a los dos días están planeando la boda en su cabeza. “¿Y si es el hombre con el que me casaré?”. Yo se las pongo más complicada: “¿Y si es el hombre del que me divorciaré?” No, mejor no. Se dice fácil, pero no lo es.