Conozco romances de oficina que terminaron con ambos matrimonios deshechos, aunque en algunos casos dieron origen a matrimonios nuevos. Aunque es posible encontrar el alma gemela en los lugares más improbables, supongo que la mayoría busca un polvo rápido y sin compromiso. Pero entre dos personas que trabajan juntas, interactúan y se ven a diario, siempre uno de los dos puede quedar más metido que el otro y empezará el despecho y las recriminaciones.
Yo no tuve un romance sino más bien algo platónico. Pasó una vez, hace algunos años, en que estuve o creí estar enamorado hasta las patas de una compañera de trabajo. Me sentía con la misma confusión y angustia que un adolescente, aunque de una manera, también eufórico. Eso no podía terminar bien.
Ella era menudita, esbelta, muy risueña y con un sentido del humor irónico exquisito. Era buena en su trabajo, bien considerada por las otras áreas, bien conectada. Su único defecto era una amistad muy cercana con un pelotudo cuyo único talento era cultivar el favor de los gerentes. Nunca me cayó bien él, desde mucho antes de darme cuenta de que esta chica me gustaba. Lo encontraba pedante, me daba cuenta de que no sabía hacer el trabajo que le tocaba, que siempre terminaba enchufándoselo a otro pero al final se las arreglaba para quedarse con el mérito. Pero, en fin, aunque siempre sospeché que podía haber algo más entre ellos, no había signos demasiado evidentes y nunca lo di por sentado. Cuando le pregunté ella siempre lo negó y preferí creerle.
El tiempo pasaba y nos íbamos haciendo más amigos, más cómplices. Nos reíamos mucho, fuimos cultivando ese lenguaje especial de gestos y miradas que nadie más entendía. Me pasó un día, varios meses después, en que me crucé con alguien en una tienda y ese alguien usaba su mismo perfume, y me sorprendí deseando verla el lunes siguiente, y entonces me di cuenta de que me había enamorado. Ni siquiera me pasaba rollos eróticos con ella, sino que necesitaba de su presencia como se necesita el aire.
Como de entrada me gustan todas las mujeres, y por esa época yo atravesaba un período muy malo con mi señora (estabamos muy alejados y creo que al borde de separarnos) yo estaba particularmente propenso a buscar consuelo en otro lado. Mi compañera de trabajo cada vez era más cariñosa conmigo. Nos tomábamos la mano, nos abrazábamos, y yo creía leer todas las señales que una mujer envía cuando también le tiene ganas a uno. Incluso un amigo mutuo conversando casualmente le sonsacó algo como “Me encanta Ricardo. Me encanta como me trata. Si no estuviera casado…“. Obviamente corrió a contarme y yo no podía estar más feliz.
A esa altura ya casi todos sabían o adivinaban lo que yo sentía por ella, y como no estaba pensando con claridad, un día en que nos quedamos trabajando hasta tarde, los dos solos, le dije. No le dije exactamente lo que sentía. Le bajé el perfil para conservar nada más que la esencia del mensaje.
No sé qué esperaba, pero un beso apasionado no hubiera sido un mal final. Por el contrario, ella se descolocó,
me dio a entender que no era posible, que me había equivocado. Desde ese día en adelante cambió completamente, se alejó, me evitaba, lo había arruinado todo, pero al mismo tiempo le había puesto fin a un engaño que yo mismo orquesté queriendo creer en una fantasía para evadir mi realidad.
Decidí hacerme dueño de mis ganas, dejar de pensar en ella, reparar la relación con mi mujer. Decidí obligarme a que me gustara más mi mujer y dejar de lado cualquier otra fantasía. Creo que lo conseguí, o quise creerlo. Casi un año después, a fuerza de ignorarla y tratarla estrictamente dentro de lo profesional, ella se volvió a acercar y creo que quisimos volver a ser amigos como si nunca le hubiera dicho nada esa noche.
Aunque me lo negué de ahí en adelante, me seguía gustando. Nunca lo volvi a demostrar, pero me estremecía cuando ella me abrazaba. Aunque nunca dije nada, la odiaba un poco por no haberme correspondido y porque cada vez me parecía más obvio que tenía algo con el pelotudo que les dije antes. Nunca volví a insinuarle nada, nunca volví a permitirme fantasear con que pasara algo y, a esas alturas, había estado trabajando un año en salir adelante con mi matrimonio y lo estaba consiguiendo con éxito. Había hecho una elección y me ceñí a ella.
Pero, volviendo al pelotudo, en parte por que alguna vez habíamo sido rivales por la atención de ella, o porque empezó a presentar mi trabajo como mérito suyo, empecé a tener cada vez más roces con él. Primero, eso me valió que ella dejara de hablarme y, a la larga, su lobby y buenas conexiones lograron sacarme de la empresa. En ese minuto no me importó. Había pasado 3 años en un infierno de intrigas y celos, enamorado de una mujer que no me correspondía y compitiendo con un tipo que era experto en engañar y manipular.
En mi siguiente entrevista de trabajo me hicieron la clásica pregunta sobre mis defectos y dije: “Me costó mucho aprender a poner una muralla entre mi persona y mi trabajo. Dejaba que mi trabajo me siguiera hasta mi casa y que mi persona interactuara con mi trabajo, de manera que el trabajo se convertía en parte de mi vida y el personal en parte de mi familia“. El entrevistador me dijo que no entendía por qué eso era un defecto. Yo sí lo tenía claro, y tenía claro que nunca volvería a dejar que ocurriera.