Ya son casi cuatro años que está sin mí. Pero de hecho, habrían podido ser más. Me quedé sin sus abrazos y sin su amor infinito a los 30, pero a mis 17 años habría sido una catástrofe más aterradora, en todo sentido.
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Le detectaron el cáncer de seno en estado 3 sin que mi hermano, de 15 en ese entonces, ni yo, supiéramos nada. Eso fue en 2003. La vimos sufrir con las radioterapias, la vimos apenas débil. Apenas sentí el impacto: tuve que aprender a cocinar por primera vez en mi vida y acompañarla, incluso en mis primeros años en la Universidad Javeriana, a esas citas que nos daban la tranquilidad de que ese monstruo, para mí tan lejano al nuestros padres tratar de protegernos, no nos volvería a atacar jamás.
Y no lo hizo, hasta que me hallé sola, en medio de una oficina en Ciudad de México, en mi tercer año como migrante, llorando frente al escritorio frente al teléfono, diez años después. Llorando sin nadie que pudiera y quisiera consolarme, porque igual no habría servido de nada. Y esas noticias lejanas sobre las que yo no tenía control ni poder, de pronto se convirtieron en oscuras certezas: tuvo que interrumpir su maravilloso viaje en Estados Unidos porque aquel monstruo que ella creyó derrotar la estaba devorando. En mi interior, con medio continente de por medio, yo quería creer que estaría bien. Que sucedería lo de la primera vez. Pero las noticias se tornaron en realidades que me negaba aún a admitir: podría perder a mi madre. Así que dejé un futuro promisorio en un gran país para devolverme, solo por ella.
Así, viéndola languidecer a pesar de mis esfuerzos por hacerla feliz, pensé en ese breve interludio de felicidad que tuvimos, sin sobresaltos. Sabía por todo lo que había pasado y cuando veía a varias mujeres vestidas de rosado en mis redes sociales, solo sacaba a pasear, como hago tan desafortunada y regularmente, mi cinismo y mi arrogancia: ¿de qué servía vestirse de rosado mientras miles de mujeres se seguían muriendo en un sistema de salud como el nuestro? ¿Para qué vestirse cuando igual las mujeres se iban a morir? Así pensaba, petulante de mí, al tener a una madre sobreviviente a la que eso no le había servido de nada. ¿Para qué? ¿Como por qué? Mi madre estaba viva. Las mujeres lucharían con o sin eso. Hasta que en 2018, en el peor día de mi vida, el 8 de marzo, todas esas certezas pretenciosas se fueron abajo.
Ella murió sin un seno, luego de un pésimo diagnóstico en el que no detectaron a tiempo una metástasis en el cerebro, que fue lo que la mató. Lo que más me dolió no solo fue verla sin él, uno de los pilares de su vanidad, que me heredó para mi vida y para esta profesión. También verla con las uñas desarregladas, con el cabello corto (solía espantarse porque yo lo tenía al estilo de Andrea Echeverri y eso ofendía su impoluta feminidad) y con un maquillaje espantoso, pésima copia del que yo le hice cuando estaba entre quimioterapias y que me había enseñado mi amiga, la gran maquilladora Lina Toro, para hacerla resplandecer. Eso ya no era mi madre. Y yo me había quedado sola, para siempre, con pálidas e indignas copias de lo que tuvimos.
Y todo porque ni ella ni yo prestamos atención a las señales. Ella, al no revisarse periódicamente y al privilegiar su vanidad y la mirada externa. Yo, porque no fui informada ni me tomé las molestias para evitarlo a tiempo, el que no hubo, porque fuimos tan laxas con nuestra primera victoria, que no tomamos suficientemente en serio el mal que destruyó todo lo que mi madre había sido en menos de un año.
Aún no me recupero de su pérdida. Estoy segura de que es y será la persona que más he querido y que me quiso en correspondencia como debía ser. Envidio a las otras mujeres, más jóvenes y viejas que yo, que tienen a la suya, todos los días. Cada vez que viajo o como o hago algo que me hace feliz, siempre pienso en ella y en el futuro que no pudo ser, porque habría sido la única persona que habría disfrutado todo esto a mi lado. Pero también pienso en aquellas cosas de las que antes me burlé con desdén de exasperante sabelotodo. Esas campañas donde un gesto simbólico puede salvar una vida de otra madre y de otra hija para que tengan más momentos juntas. Esos que ahora ya no tengo.
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De ese modo, estuve en mi primera Carrera de la Mujer, con Avon, viendo y admirando a mujeres resistiendo contra la enfermedad, caminando o corriendo por Medellín con la camiseta rosada que aún conservo con mucho cariño. También trato de visibilizar todas las campañas para que las mujeres puedan detectar este mal a tiempo y puedan sobrevivir y salir adelante por muchos años y así darles a sus hijas las alegrías que yo ya no puedo disfrutar. Vestirse de rosado no es un acto frívolo o intrascendente, cuando con eso alguien puede preguntarse qué hay de mal en su cuerpo y actuar para disfrutar, con los que ama, una vida larga y plena.
Yo, por mi parte, tengo que hacerme chequeos periódicos: esa es la herencia espantosa que puede terminarse con una revisión oportuna. Pienso en el ejemplo de Angelina Jolie, a futuro, que también perdió su madre de una manera tan dolorosa como la mía: extraerme todo lo que pueda hacerme daño para evitar una suerte similar. Pero mientras concreto estos planes, al menos sé que puedo apoyar todas las iniciativas para que muchas mujeres puedan ver crecer, triunfar y amar a sus propias hijas. Y que estas también puedan ver haciendo lo mismo a las suyas. Y que, para cuando su vida acabe, hayan podido compartir un tiempo valioso que jamás les fue arrebatado demasiado pronto y demasiado duro, con tan solo un examen que pudo salvar una vida en la que ambas pudieron ser tan felices como merecían.