La comida en el Distrito Federal tiene una pátina distinta a la que tiene el resto de la comida del país: cierto es que, en un país de pobres, la economía sigue siendo prioridad, pero poco tienen que ver –al menos en materia de administración de recursos— el derroche que implica preparar un, digamos, fastuoso plato de mole, contra el que representa un taco de guisado.
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El taco de guisado es estandarte de la pobreza y punto álgido de la administración, de la economía; en él se concentra la necesidad de comer algo rico, barato y práctico. El taco de guisado no sólo es un platillo: es una solución.
Nadie se ha hecho tanto eco de esa solución como los oficinistas. Basta una vuelta a cualquier zona de la ciudad con edificios de oficinas –o sea: todas o casi todas— para comprobar el reinado del taco de guisado. (Un reinado compartido; un dominio a varias manos, compartido con la torta de tamal o guajolota, el taco de canasta, los tacos de diverso tipo, los sándwiches de los puestitos, los cocteles de fruta y en menor medida, los hot dogs y las hamburguesas, entre muchos otros.) En Lomas de Chapultepec, área urbana densamente poblada de oficinistas, este dominio compartido es ley.
En esa zona, detrás de la iglesia de la Covadonga —en Sierra Mojada esquina Cordillera de los Andes—, hay un puesto de tacos de guisado del que desconozco su nombre, pero no sus señas particulares: vario guisado híper condimentado –bendición y maldición de la cocina metropolitana y, también, de la nacional—, colocado en grandes ollas que hacen que algunos oficinistas conozcan al puesto como “los de carcelero”; varios taqueros, prestos y veloces, sirven a las crecientes hordas de hombres de corbata metida en la camisa y mujeres con traje sastre.
En un día cualquiera, la oferta de tacos es, cuando menos, apabullante: hay bistec en chile morita –comúnmente conocido como bistec morita—, moronga –picante, ligeramente peligrosa—, papa con chorizo –acaso el mejor plato de la oferta, aunque también hay papa con jamón y papa con rajas—, chicharrón –en salsa roja y verde—, y algunos otros, inesperados, que quizá no hemos descubierto o conocido: el menú cambia diariamente, aún con ciertas constantes (cosas como la papa, el arroz y la salsa morita no cambian; digamos que son parte de la huella digital del puesto).
Todo taco de este puesto es, en cierta forma, una afrenta: el picor es una constante, una marca de identidad; los sabores están concentrados, afilados para conmover el paladar del comensal que, puesto de pie frente a las ollas, sorbe, enchilado, y se baja el picor a tragos de refresco Lulú y Cocas bien frías. Si tienes suerte, podrás ver una especie de acto circense al pedir tu taco de huevo: el solícito joven que atiende el puesto lo tomará con el cucharón de la olla y lo hará volar hasta la tortilla, que sostiene en otra mano. El taquero como artista del performance.
La cocina defeña, como ya se ha dicho, es una cocina de pobres: en medio de esta emergencia, de este mar inconmensurable de millones de personas que trabajan y comen todos los días, el taco de guisado es un campeón obrero, un acto de generosidad y resistencia al avance del mal comer –o del no comer.