Hace años estaba chateando con un amigo. Este amigo era el intelectual del curso y en esa época estaba haciendo un doctorado en matemáticas en Chicago. Yo, casado, con crédito hipotecario y rutina de oficinista estaba en una dimensión paralela. Mientras él me contaba que por primera vez estaba saliendo con alguien (a los 28 años) y estaba más perdido que quinceañero, yo le contaba que me tocaba ir a la feria. Esa vez se quedó asombrado: “Vas a la feria?” me preguntó. “No te imagino en algo tan doméstico”.
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No supe si reirme u ofenderme. A lo mejor algunos están para resolver el teorema de Fermat y otros para acarrear tomates. Lo importante es que cada uno hace lo que tiene que hacer. Yo necesito verduras frescas en mi casa, el supermercado las vende muy caro y aunque uno se crea cool alguien tiene que ir a la feria, igual que alguien tiene que limpiar el water, igual que alguien tiene que mudar al cabro chico. Incluso los doctorados en matemáticas, o la gente que sólo twittea cuando está en un lugar pituco, tienen que hacer cosas no tan cool y las tienen calladitas.
De todas esas cosas, ir a la feria debe ser una de las más exóticas.
No sé si este blog lo leen fuera de Chile, y no sé si en otros países se llama distinto. Para los chilenos “la feria” es cuando una o dos veces a la semana un montón de gente llega, arma unos precarios puestos de venta y ofrece frutas y verduras frescas más barato que en verdulerías y supermercados. No son vendedores ambulantes sino que tienen permiso municipal, pero en torno a la feria se genera un ecosistema digno de relatar.
Para empezar, la feria no sólo cubre frutas y verduras. En casi todas las ferias hay otros productos y los que lo venden responden a un estereotipo. Está la vieja que vende flores, el gordo que vende bebidas, otra vieja que vende empanadas, sandwiches u otra cochinada para comer, en un carrito. Estás las pescaderías con ruedas, en donde los pescados y mariscos capean en calor en una cama de hielo. Nunca he comprado pescado ahí, no me da confianza. Pero si se instalan es porque la gente compra.
Hay locales que parecen minimarket y venden desde fideos a detergente. Otros venden ollas, ropa, juguetes, incienso, cochachuyo, plantas, muebles, etc. En realidad casi cualquier cosa que puedas echar en una camioneta y venderla en la calle.
Lo mejor de la feria son los precios, claramente. Cuando vas a un supermercado ya estás ahí, entregado. Si los tomates valen 900 pesos el kilo no vas a ir a otro supermercado. En la feria es distinto. Si un viejo tiene los tomates muy caros sigues caminando y más allá habrá otro que te convenza. Algunos venden más barato pero son más feos, otros no de los dejan elegir. Lo mismo se aplica a casi todos los vegetales y en algunos casos es fácil engañar a la gente que no sabe. Si te ponen dos sandías, ¿Puedes saber cuál está mejor? Yo todavía no. Además no me gusta la sandía. Lo importante es que hay variedad, hay bueno y no tan bueno. Cuando una feria se extiende por 200 metros hay espacio para todo, desde arándanos hasta uva de exportación. Papas de cinco variedades y lechugas rastafari.
Cuando uno va a la feria todas las semanas se va conociendo con los feriantes. Eventualmente te haces amigo de un “caserito”. Nunca he entendido si el caserito es uno o el feriante. Creo que ambos, porque uno dice “hola casera” y la vieja responde “hola caserito”. Todos somos caseros… en fin. La gracia es que cuando estableces una relación de confianza es más improbable que el caserito intente embaucarte. No es garantía, así como tampoco significa que todos intenten estafarte a menos que seas su mejor amigo. En la práctica, aunque todos fueran estafadores y tuvieran las romanas adulteradas, sigue siendo mucho más barato comprar en una feria, y hay mejores productos que en cualquier supermercado. Yo a veces echo la talla con las caseras. Las jóvenes, más que nada. A mi señora la piropean y le echan unos gramos de más como si fueran a conquistarla con porotos verdes. Yo los dejo ser no más.
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Es buena la verdura en la feria, es distinta. La gente se queja de que los tomates ya no saben a tomate. Bueno, no los de supermercado, pero en la feria siguen siendo los tomates de siempre. No sólo los tomates, sino todo lo que se vende está impregnado de esos olores de la infancia, antes de que las variedades modificadas genéticamente (tomates de larga duración WTF!!!) se tomaran las góndolas del supermercado. Se mezcla el olor a frutillas maduras, chorreantes, con el cilantro y la albahaca. Se encuentran duraznos de medio kilo y ciruelas del porte de un puño.
Además de los precios y la calidad de los productos, los feriantes en sí mismos le dan a la feria un caracter carnavalesco, tanto por sus puestos como por sus camiones enchulados que a veces tienen extraños pasajeros.
Gritan sus verduras en un dialecto particular y lo hacen radiantes. Un feriante triste vende poco así que proyectan pura energía, pura alegría. “Pura Fanta caserita son dulces puro jugo” dice la señora de las naranjas. “Pura mantequilla mire, pura mantequilla” dice el que vende paltas edranol. Y en verdad la palta edranol tiene un dejo a mantequilla. “Va a llevar camote pa la guagua, puro camoteee” dice un gordo frente a un zapallo descomunal premunido de un serrucho. “A la carolita casera, 200 la carolaaaa” dice la niña de las lechugas escarolas. Algunas son guapas a su manera, aunque van perdiendo la femineidad entre tanto manipular el machete y abrirse camino en un entorno donde la mayoría son hombres.
Todos ellos deben compartir una rutina común, deben madrugar para comprar las verduras en el terminal Lo Valledor y picar para instalarse temprano. Agarrar un buen lugar ojalá con sombra, y vender la mercadería antes de que el calor la arruine. Se conocen. Muchos se topan el lunes en Maipú, el martes en Manquehue y el Sábado en Recoleta. Entre venta y venta se gritan, se rien. Se sacan los trapos al sol. “Chupa un limón pa que te le quite la sonrisa oh” le dicen a un viejo medio amanerado que vende pinches. “Es que ando puro pinchando, chiquillos” contesta, coqueto. La gente se rie, las verduras brillan un poco más. Dan ganas de seguir comprando.
Entre medio los años pasan. Yo sigo acarreando el carro con verduras mientras mi mujer las elige. Los caseritos seguirán voceando el zapallo camote y la palta edranol. Ir a la feria seguirá siendo una aventura y si todo sale bien, sobrevivirán los rincones en donde la modernidad le deje espacio a las verduras de verdad.