Lo confieso, no soy una experta en crianza y educar un niño en estos tiempos me parece algo heroico. El bullying, internet, la pedofilia, la violencia… Traer un ser humano al mundo es un acto de valentía. Y ni hablar del hecho de que, inevitablemente, los niños se terminan convirtiendo en adolescentes, las criaturas más aterradoras del planeta
Que tome leche, que sea vegano, que vea tele, que use el iPad, ¡que jamás use el iPad! Whatever. Cada uno sabrá. Además, por lo general, si se me ocurre abrir la boca, me la cierran con un “tú no tienes hijos, así que no sabes”. Asunto con el que discrepo, porque, aunque no tengo críos propios, estoy rodeada de amigos que sí los tienen y constantemente observo cómo abordan su paternidad y qué resultados obtienen. A veces hasta pienso que podría escribir un libro al respecto, pero seguramente nadie leería un libro de maternidad escrito por la eterna tía. ¿O sí?Admiro profundamente a las personas que eligen ser padres y me deslumbro constantemente con la fuerza y la paciencia de los que tengo a mi alrededor. Eso sí, nunca opino, porque no hay nada más personal que la educación de un hijo.
Hace un par de semanas, en mi paso por Santiago, una y otra vez me tocó vivir una situación que nunca me había llamado la atención, pero esta vez se me hizo muy evidente: la manera en que algunos padres, supongo que respondiendo a una regla de etiqueta obsoleta, prácticamente obligan a sus niños a saludar de beso a adultos que no conocen. “Dele un beso a la Nacha, no sea maleducado”. Entiendo que al saludar es importante decir “hola”. Pero, ¿por qué es necesario exponer a un niño a tener contacto físico con un desconocido? Muchas veces los niños sienten confianza inmediata y se acercan tranquilos y te dan un beso, pero otras no. Están cansados, son tímidos, tienen hambre o sueño, o simplemente no tienen idea de quién eres, aunque sus papás te conozcan de toda la vida. ¿No es, acaso, esa pequeña voz de “alarma” algo que debiéramos desarrollar en nuestros niños? Un beso no es una señal de educación, es un acto de intimidad, por pequeño que sea. Y como seres humanos, nuestro instinto es el primer mecanismo de defensa, lo que nos advierte del peligro. ¿No sería más lógico que, como adultos, ayudáramos a nuestros niños a desarrollar la habilidad de sentir la energía y decidir si quieren o no acercarse a una persona? No todos nos sentimos cómodos con el contacto físico. Yo al menos, tengo recuerdos vividos de mi época de colegio cuando un par de señores, siempre los mismos, no dudaban en darte el famoso beso cuneteado. Un horror al que había que someterse en función de los “buenos modales”.
El mundo es un lugar peligroso y, aunque odio sonar alarmista, creo que es nuestra responsabilidad potenciar que los niños se conecten con lo que sienten. Respetar sus tiempos, sus procesos, y enseñarles que son dueños de sus cuerpos y que no tienen que tocar ni besar a nadie si no quieren. Estoy convencida de que todos contamos con una voz interior que nos guía más allá de la razón. En Occidente decimos que hay que escuchar el corazón; en India se habla de la tripa, pero al final es lo mismo, es esa vocecita que te dice que no es buena idea entrar por esa calle o que la persona que tienes al frente te está mintiendo. Nos preocupa más que el niño se muestre bien educado que enseñarle a oír esa voz. Los adultos muchas veces la tenemos dormida, pero también la podemos entrenar. Yo lo hago siempre: antes de tomar una decisión, respiro y me hago consciente de las sensaciones de mi cuerpo y, aunque al principio es muy leve, con la práctica vas aprendiendo a identificar la respuesta.
Yo no soy nadie para aconsejar a otro sobre cómo educar a sus hijos, pero cuando por décima vez escucho “dele un beso a la Nacha”, miro al niño a los ojos, le sonrío y le digo “sólo si tú quieres, no pasa nada”. Y cuando dicen que no, la gran mayoría de las veces al despedirme, son ellos los que espontáneamente se despiden con un besito, porque ya no somos extraños. Aprendamos a escuchar a nuestros niños, y a respetarlos, entrenémoslos para ser conscientes de sí mismos y, de paso, a ver si hacemos lo mismo con nosotros. El corazón siempre sabe, es la cabeza la que enreda.