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Pellejerías de una separada: mi cumpleaños número 40. Por Leo Marcazzolo

 

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Cumplí cuarenta años pero aún no me ha llegado ninguna crisis de los cuarenta años. No planeo comprarme ningún auto cero kilómetros (ultra moderno), porque aún, «decadentemente» no soy capaz de aprender a manejar. Soy un poco más decadente que el resto. No me haré ninguna cirugía estética porque le temo al bisturí- y porque además no soy lo suficientemente desprendida-como para andar gastándome mis cuatro chauchas, en aniquilar patas de gallo y gorduritas. Pero definitivamente lo que nunca haré, será, llorar sobre la leche ya derramada, ¿qué significa eso de andar llorando sobre la leche ya derramada? ¿qué significa eso de andar con revisionismos a los cuarenta? Ya entendí que es poco lo que de verdad he cambiado. Ya entendí que si uno nace sapo no muere princesa. Ya entendí que la niña, temerosa y dubitativa de los ocho años de alguna forma sigue allí. Palpitando, incesantemente, allí.

Me pregunto quién era verdaderamente a esa edad. Aún me veo anclada a esa edad. Anclada en esa tarde luminosa en que aparte de celebrar mi cumpleaños número ocho, entendí, que uno podía ser niña bondadosa y pérfida al mismo tiempo. Ser así no constituía, pecado. Sigo anclada en esa envejecida reja del 495 de Los Leones. Los regalos eran lo que verdaderamente importaba. Las copas de los árboles se movían de manera uniforme. Los niños corrían por los adoquines gastados con sus pelos engominados y sus jardineras cuadrillé, de bastas cocidas a mano. Existía la esperanza de alcanzar piñatas. No importaba que las criaturas fueran «lindas o «feas». Si no me traían el regalo que yo buscaba, invariablemente, no les abría la reja, (mi mamá debía disculparse después). ¿Qué habré pensado yo en ese entonces? Pensaba en muchas cosas. En muchas leseras: primero, que los clásicos puzles de cartón o madera eran obsequios que sólo servían para niños aburridos y muy sonsos. Segundo, que los «juegos de salón» tales como la «Gran Capital», «Memorice» o «Ludo» sólo servían para criaturas avezadas y muy estáticas. No para mí. A mí no me gustaba pensar, a mí no me gustaba incrementar mi ingenio. Yo sólo quería jugar a las Barbies y ver a «Ángel la niña de la flores» por televisión, (lástima que nunca pude entender lo de la flor de los siete colores porque mi tele era en blanco y negro). Las Barbies o sus accesorios también servían, Hello Kitty o las cosas de Hello Kitty también. El resto sólo me ponía de mal humor. De muy mal humor. Las Lengüitas de gato, por ejemplo, me hacían desconfiar de la gente. Los bombones rellenos de fruta también. Siempre pensé que quien me regalase eso, no estaba pensando en mí: en lo que yo quería.

Y yo sólo le pedía al mundo que pensase en lo que yo quería. Hoy en cambio, sólo le pido al mundo, que siga siendo el mismo que es. Siempre pienso que si me despertase en otra cama un día, me colgaría. Mis niños, a diferencia de mí, creen en los cambios y no en los fantasmas. Me piden que los vista de rojo. Se abalanzan sobre el mundo cada dos segundos. Para mi cumpleaños, por ejemplo, me cantaron Happy Birthday y apagaron mis velas. Me pregunto si será de mal augurio que alguien apague tus velas. A mis ocho años, definitivamente, no los hubiese dejado pasar. Hoy- en cambio- me colgaría si una mañana me despertase y no los encontrara allí. Mis perras se fugaron en el entre tiempo del apagón de velas. Comenzaron a vagar por las callecitas desiertas y oscuras. Salimos a buscarlas y nos fue imposible encontrarlas.

Cinco minutos después soplé mis velas. Le rogué al «Señor todopoderoso y anónimo de los tres deseos»-que probablemente es el mismo Dios al que siempre le pido leseras- que por favor me las trajese de vuelta. Tres horas después se escuchaban ladridos. Le agradecí al Señor. Volví a encender la torta. Está vez pensé en mí. Pedí tres deseos pensando en mí. Pedí dos decentes y uno no tan decente. Me arrepentí después de haber pedido él no tan decente. Me pregunté si Dios me lo concedería. Me respondí automáticamente -que una petición así- Dios nunca me la concedería. Pero tenía derecho a pedir. Cuando uno cumple cuarenta siempre tiene derecho a pedir.

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