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Creo que nunca supe cómo envejecer lo suficiente. Además tampoco supe ni qué cara poner, ni cómo vestirme, ni cuánta dosis de copete tomar. Tampoco supe lo que significaba realmente despertarme todos los días con el mismo hombre. A veces hasta me parecía demasiado cabezón. Pero hoy prefiero no ahondar en eso. Mi afán no es venir aquí a lamerme las heridas. Separada pero digna. Ese es mi lema. O tratará de ser mi lema. Porque podría estar por horas aquí haciéndome la pobrecita. Podría ponerme a llorar, por ejemplo, y echarme agua oxigenada en el tajo hasta verlo burbujear en serio. Podría darme contra la pared mil veces mientras escucho los temas más lacrimógenos de The Cure o Pink Floyd. Podría quemar las fotos de mi matrimonio con un cigarrillo y hacer un ritual satánico. O también podría comer helado hasta el hartazgo con mis amigas, y escuchar sus consejos tontos. Pero la verdad es que no voy a hacer nada de eso.
Lo que voy a hacer es hablar un poco de los héroes y los antihéroes. Yo, por ejemplo, estoy definitivamente en el grupo de los antihéroes. Pataleo un poco a ciegas en la oscuridad. Pero mi hijo, no. Mi hijo de tres años, en cambio, está definitivamente en el grupo de los que sí son héroes. De hecho tiene tanta conciencia de su condición, que un día hasta me preguntó si yo lo consideraba uno. Le respondí que sí. Pero luego, cuando me preguntó si acaso yo también consideraba igual a su padre, no supe qué responderle. Cri-Cri-Cri-Cri-Cri-Cri. Esos son los minutos en la vida –creo– en que los niños son más suspicaces que los adultos. En los que los niños pueden oler algo más allá y son capaces de poner en aprietos a quien los trajo al mundo. Los niños a veces te dejan simplemente helada. Congelada. Yo aún seguía casada con su padre, y por primera vez en mi vida me daba cuenta de que mi marido ya no era más mi héroe. Tampoco era mi antihéroe.
Era simplemente un ser humano. Un ser humano que sencillamente ya no podía seguir más al lado mío. El detalle es que estábamos casados. El detalle es que los dos habíamos jurado mirarnos a las caras hasta siempre. ¿Y era muy terrible no hacerlo acaso? Bueno, un poco sí. No se podían devolver los regalos, por ejemplo, ni tampoco partir al perro en dos mitades iguales y razonables. Menos aún seguir así. Simplemente no podíamos seguir así. Los matrimonios no duraban eternamente, descubrimos. Los matrimonios sospechosamente trasformaban a los héroes en anti héroes, también descubrimos. Las heroínas comenzaban a dejarse estar. Las heroínas se transformaban en brujas represivas y mal enseñadas.
En brujas con pijamas rosados de moletón. Yo me convertí en una bruja con pijama rosado de moletón, confieso. Al nivel que a veces hasta lo esperé despierta sólo para retarlo. Con las mechas bien disparadas frente al espejo. Sólo para decirle la infinidad de cosas que me parecían mal, que estaban funcionando mal: que por el wáter corría agua, que la ducha estaba rota, que la nana no me hacía caso. Como si a alguien le hubiese importado algo. A quién le importaba un comino que la nana no me hiciese caso, me pregunto yo. En qué minuto realmente uno comienza a convertirse en bruja. En esa persona tan maléfica y detestable. En la peor imagen que se tiene sobre sí misma. En qué minuto uno comienza a convertirse en bruja. Qué hace el otro, o qué maniobra hace uno misma, que desentierra a la bruja que se lleva dentro. Cuando sucede eso, lo único que queda es salir corriendo. Afrontar la soltería. Las pellejerías de la soltería. La realidad de tener casi cuarenta años, dos niños, y una vida casi enteramente por delante. Alguien por ahí que se sienta identificada?