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El otro día caí en la cuenta de una realidad. Desde hace más de cinco meses que llevo cumplidos los 38, y puedo perfectamente mirar mi vida con retrospectiva. O más bien a la generación a la que pertenecí con retrospectiva. Tal vez también con algo de nostalgia, algo de cariño, y nada de arrepentimiento.
Yo pertenecí a la generación X. O más bien aún pertenezco a ella. Somos los que somos. Los que nacimos en los 70, los que crecimos en los 80 y los que pasamos gran parte de nuestra juventud en los 90. Esas personas somos. Apolíticos, parias, individualistas y, según algunos más extremos, hasta «zombies». Zombies sin identidad alguna, que deambulan medio perdidos, recogiendo cenizas, para tratar de reconstruirse una historia.
Porque la generación X es así. Descubrió antes que nadie la realidad. Descubrió antes que nadie que tras nuestras sombras no existían ni héroes, ni relatos épicos, ni milagros. Que nuestro pasado sólo se había construido sobre la base de sueños rotos y muros caídos. Éramos eso, un árbol que había nacido torcido. Hijos de padres separados, de la leche condensada mezclada con Nestum, y el Atari. Hijos de la nana supra poderosa, de la tele en blanco y negro, del botón rojo de la Guerra Fría, del refrigerador que sonaba como si hubiese tenido vida propia, de Los Bochincheros, de los suburbios de casas pareadas, de los monos animados japoneses, de la misa a las 12 y de las cabritas calientes.
También de MTV, de Nirvana, de las primeras fiestas tecno y de los comentarios entrañables de la Ruth. De la Ruth. De aquella chica alternativa que llevaba el pelo pintado de rosado y que además de presentar música alternativa, vaticinaba verdades sin siquiera sacarse el chicle de la boca. Así era ella. Y nosotros siempre la escuchábamos. La Lucha, sobre todo, que siempre decía que la Ruth era como ella siempre hubiese querido llegar a ser. Como un ícono sin ser ícono. Como una figura pop. Como un cuadro de Andy Warhol. Como un símbolo de su tiempo, porque hablaba como si todo le importara mucho y a la vez no le importara nada. Como desangrándose por dentro, pero en un tono trivial. Lo suficientemente inofensivo como para no alarmar a nadie.
Pero, más que eso, la Ruth era esencialmente cool, y la gente cuando era verdaderamente cool en los 90, por regla general, jamás mostraba sus heridas al público. Y la Lucha más que nada en la vida quería ser como la Ruth. Eso, aunque sabía que se esforzara lo que se esforzara, jamás lo lograría. Porque la Lucha no había nacido con su ADN. Con el ADN de los X. Los X éramos diferentes, y eso era todo. Yo era bastante más X que la Lucha, aunque harto menos cool que la Ruth. Así era yo, mientras la Lucha andaba por la vida muchísimo más afectada.
De hecho, a ella sí le importaba lo que hicieran los políticos. Las brutalidades del presidente Frei, por ejemplo. Cuando hablaba, la Lucha sencillamente no podía evitar tomarse la cabeza. Gritaba, «¡cómo!», y luego tiraba cojines con una violencia nunca antes vista. Durante todo el período de la crisis asiática lo hizo. Nunca dejó de tener el ímpetu de salir a las calles a protestar. Si alguien la hubiese visto, bien podría haberla relacionado con una guerrillera de los 60. Tenía esa pasión. Una pasión que no se condecía con los suyos. Con nosotros, que éramos cínicos, que nunca nos había afectado realmente ni Frei ni sus amigos. Y es que nosotros vivíamos y seguiremos viviendo sólo con un concepto en la vida. Con el concepto del instante feliz. Sin querer madurar y sumiéndonos –casi por completo– en la ambigüedad de una vida a ratos, sólo a ratos, tranquila.