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Coyote ugly: cuando ser feo sí importa. Por Leo Marcazzolo.

Tengo una amiga que dice que, a veces, es sencillamente mejor no recordar ciertas cosas. Pero yo, por más que lo pienso, nunca he podido estar de acuerdo.

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Creo que las historias siempre deben grabarse con fuego en la memoria, tanto las buenas como las malas. Las buenas, para saborear el gran placer de recordarlas, y las malas, para reírse o aprender que «de esa agua no beberé».

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Tal como la historia de «Coyote Ugly», esa película un poquitín olvidable, cuyo único mérito residía en el título. Un gran título y una buena historia detrás de él: una mañana, la protagonista dueña del bar se encontró en su cama con un tipo tan feo que sólo atinó a decirle Coyote Ugly. Coyote horrible. Casi tan horrible como un coyote con el que una vez me topé en el camino. Porque sólo puedo decir que hay veces en la vida en que ser feo sí importa. El envoltorio sí importa. En especial cuando por culpa de ser feo se desquitan con una, se ponen pesados sólo porque se sienten insatisfechos con su apariencia.

Tal como me pasó una vez a mí. Una vez con el monstruo, un tipo que solía ser mi pololo. Digo «solía» porque a veces lo era y otras veces no. De hecho, había mañanas en que me decía que éramos sólo amigos, mientras que en las noches andaba de lo más cariñoso. La verdad es que me era casi imposible entenderlo. Un hombre verdaderamente indescifrable. Más que indescifrable, inseguro. Inseguro y frágil como una abeja sin su aguijón, sin su poder, sin su garbo. Al igual como caminaba el monstruo, sin levantar jamás la vista del suelo, sin mirar jamás su imagen reflejada en las vitrinas de las tiendas que se cruzaba. Pero a mí sí me miraba. Me miraba con cara de extrañeza (una leve sonrisa), y luego me decía que yo era muy «normal». Muy normal porque no era monstruosa. Porque no pertenecía a la familia de los monstruos.

Porque, a diferencia de él, no llamaba en absoluto la atención. Él era como una nube negra en un día soleado. Bajo, rechoncho, y tenía dos ojos negros y hundidos en medio de una cara completamente deforme. Su nariz, por ejemplo, era tan gruesa como un pepino, y sus labios eran tan delgados como una hoja de afeitar. Por eso, le decíamos el monstruo, porque todo en él era lo suficientemente feo como para no merecer otro nombre.

Pero, a pesar de todo, yo lo quería. Lo quería porque me sentía segura, sentía que su fealdad era proporcional a su bondad. Tanto, que jamás pensé que algún día me haría el mal. Tenía esa extraña creencia que los feos eran más fieles y buenos que los bonitos; que los feos eran lo bastante agradecidos, como para no hacerle a nadie lo que el monstruo me hizo una vez a mí.

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Increíble, pero cierto. A sangre de pato. Me hizo viajar 1.500 kilómetros para darse el gusto de patearme, de ver cómo se me desfiguraba la cara. Horrible, pero real. Tras eso sólo pudieron haber existido las peores intenciones del monstruo, pensé. El monstruo era inseguro y también quería jugar. Jugar a rechazar a una mujer. Lo malo es que fui yo. Y más encima, en el lugar más alegre. En una heladería soleada y llena de colores, con gente sonriente y animada por la glucosa. Allí, en medio de las familias, me pateaba. Mientras todos disfrutaban de su helado, me decía que no me quería, que estaba enamorado de otra y que tendría que irme lo antes posible a Santiago. Insólito.

Con dos líneas me transformaba en la abeja sin su aguijón. Y lo peor de todo es que ni siquiera podía sostener el helado. Estaba tan impactada que era incapaz de limpiarme con la servilleta. El helado se me resbalaba  y mis dedos quedaban cada vez más sucios y pegajosos. El monstruo me miraba sarcástico. Feo como nunca. Feo como la nube negra, pero con algo de satisfacción. Satisfacción,  por ser capaz finalmente de entrar al juego de los lindos: de los lindos que son capaces de patear.

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