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El trance de estar sola a los 30: ¿Sin pareja y feliz? Por Leo Marcazzolo

Según la Mariela, sólo existían dos tipos de solteras: las felices y las infelices. Y ella, por supuesto, pertenecía al grupo de las infelices.

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Leo Marcazzolo

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El gran despertar de la Mariela se produjo a la mañana siguiente de haber ido al ginecólogo. Se fue a hacer un PAP a la clínica y sintió un leve dolor en el clítoris. Algo parecido a una picadura de insecto. Una especie de invasión. Como si un soldado se hubiese abierto paso en un campo minado. Esa fue la sensación que le vino. Se cuestionó incluso si podía tener hijos o no. Y luego se sintió peor, cuando se quedó pensando en que ni siquiera tenía un vago prospecto de padre.

Estaba bordeando el 3.0, y soltera. Eso era lo único claro. Quizás más soltera de lo que hubiese podido aguantar. Y es que, según la Mariela, sólo existían dos tipos de solteras: las felices y las infelices. Y ella, por supuesto, pertenecía al grupo de las infelices. De las que básicamente nunca lograban conformarse con su estado, y se pasaban la vida tratando de cambiarlo. Siempre en búsqueda de alguien, siempre metiéndose en la pata de los caballos, siempre involucrándose en situaciones patéticas. Tan patéticas como sus peculiares citas a ciegas.

Creo que la Mariela fue a demasiadas. Más de las que cualquiera cristiana hubiese podido aguantar. Y todas para el olvido. Todas construidas para olvidarse. Aunque la peor, definitivamente, fue la del «desvanecido». El desvanecido fue el imbécil más encantador que hubiese podido pisar este planeta. Lo suficiente como para dejarla enamorada. Ilusionada con él y con el término definitivo de su soltería. La trató como una verdadera princesa. La sacó a pasear por Santiago, la hizo sentirse inteligente, bonita, sexy, interesante. Le dijo que la quería. Le dijo que junto a ella él se convertía en «mejor persona». Le dijo que su soltería se terminaba con él. Y por último, le dijo que su mirada «sacudía su mundo». Y cuando ella le creyó, justo cuando ella le creyó todo, él al poco tiempo se hizo humo. Se desvaneció más rápido que un grano de arena en un charco de agua. Fue tan insólito, que la Mariela dejó de creer por meses en los hombres. Sólo meses, porque por ese entonces, aún no perdía las esperanzas.

Creo que las perdió mucho después de eso. Las perdió cuando comenzó a enfrentarse al mundo de los casados. Al mundo infranqueable y perfecto de los que creen que nunca volverán a estar solos. De los que están acompañados y miran a la gente como la Mariela del hombro hacia abajo, como si fueran los pifiados de la manada. Y es que disfrutan tanto sintiéndose superiores que incluso recrean los escenarios perfectos para realizarse. O al menos los amigos de la Mariela lo hacían así.

De hecho, la misma Mariela contaba que la invitaban a comidas sólo para humillarla. Eran mesas larguísimas, decía, donde era la única soltera. La única sentada prácticamente sola en la cabecera. Parecía leprosa. No sabía de qué diablos hablar. Y peor aún, en su situación, la gente se atrevía a hacerle las preguntas más aberrantes, algunas verdaderamente de antología. Como si era muy triste pasar un domingo a solas. O si acaso había visto la posibilidad de tener hijos in vitro. O si quería convertirse definitivamente al lesbianismo. Puras brutalidades. Brutalidades que se sentían con derecho a decirle únicamente porque estaba soltera.

Pero lo peor de todo no era eso, sino que ella ni siquiera sabía qué contestarles. Y cómo iba a saberlo, si le hablaban en un tono tan melindroso, que ni siquiera el más avezado hubiese sabido cómo. Era el clásico tonillo de la lástima, del desprecio, de la soberbia y la superioridad. Ese que te congela y que, de hecho, siempre congelaba a la Mariela y la hacía sentirse miserable. Casi tan miserable como un roedor. Casi tan miserable como un mapache en una trampa de bosque. Tal cual como se sintió ese día fatídico en el ginecólogo. Peor, imposible. Definitivamente, imposible.

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