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Crítica de ‘La Sustancia’: el terror eterno de tener que ser siempre tu ‘mejor versión’

Los discursos contemporáneos de ser ‘mejor’ se reflejan en esta cruda e intemporal fábula social sobre la esclavitud de la belleza.

En un mundo de imágenes fugaces digitales de menos de un minuto - lo que captan las mentes jóvenes hoy en día-  me salió una Christina Aguilera en TikTok, con más de 40 años, viéndose con la misma cara de las demás celebridades, y el mismo cuerpo. Una cara de pómulos salidos, labios anchos, nariz respingada y por supuesto, una silueta torneada por el Ozempic, la droga de moda que muchos dicen que acabó con el ‘body positivity’ como estamento cultural en Estados Unidos (aunque hay que ser muy ingenuo si se le cree algo a Hollywood y sus causas diversas).

Todo esto embona perfectamente con el descarnado, grotesco, sucio y crudo relato, eso sí en medio de una estética ‘cocaine chic’ perfectamente curada, de una de las mejores películas del año presentadas por MUBI, ‘La Sustancia’, coprotagonizada por Dennis Quaid. En la película, este interpreta a un asqueroso productor de Hollywood, y son Demi Moore y Margaret Qualley las dos mujeres que hacen parte de  una estrella que, como sucede en la fábrica de carne que es nuestro sistema actual, debe matar todo de sí misma, literalmente, para seguir en el negocio.

Ahora: no sé por qué, a diferencia de muchas espectadoras, que por el hecho de ser mujeres, como yo, han sufrido de violencia estética, vi el relato como lo que es sin llegar a destrozarme emocionalmente en el proceso: la más grotesca y sangrienta sátira de lo que ha sido la industria del entretenimiento y la representación de la mujer por décadas y siglos.

Esa distancia me permitió contemplar la tortuosa manera en la que Elisabeth Sparkle, interpretada por Moore en su mejor punto (y ojalá esto le valga su primer Oscar), una famosa entrenadora fitness, odia todo de sí misma por el rechazo hacia su edad al punto de tomar una sustancia que hace salir a Sue, su versión joven, ambiciosa y hedonista y anulándose cada vez que su yo más joven tiene más éxito. Así, comienza una pugna a muerte entre las dos por prevalecer, de maneras más violentas hasta lo escatológico.

Claro, esta podría ser una metáfora purulenta y grotesca de un relato que se ha visto en el cine con clásicos como ‘All About Eve’, (1950), donde Bette Davis, una de las mejores actrices de todos los tiempos, es una intérprete de teatro veterana que lucha contra otra colega más joven.

Y por supuesto: esto también lo vivió Davis en carne propia: en la primera temporada de ‘Feud’ (2017), serie de Ryan Murphy donde se narra su pelea de décadas con otra diva del cine clásico, Joan Crawford, se ve cómo las ponen a competir por su edad (y a deformarse)  en el rodaje de ‘Qué fue de Baby Jane’ (1963). A los ejecutivos no les importaba su talento ni que hubiesen ganado Óscares - es más, en la serie se proponen a estrellas jóvenes de entonces como Audrey Hepburn o Natalie Wood para reemplazarlas- sino poner a ‘dos viejas a degradarse’ una y otra vez y entre ellas para seguir en el estrellato.

Esto es exactamente lo que le pasa a la pobre Elisabeth en esta película a medida que envejece por cada vez que cambia de vida con Sue. Esto, como reflejo de tantas mujeres de la industria del entretenimiento que deben pasar por una y mil penurias para conservar su apariencia y seguir brillando hasta el final.

De la manera que sea, o se enfrentan a ser la “madre de” pasados los cuarentas o peor: que les digan lo que a Maggie Gyllenhaal a sus 37 años (esto fue en 2015), que están demasiado “viejas” para ser parejas de un actor que les dobla la edad, tal y como lo contó ella misma. O como a Kirsten Dunst, que la atacan por tener la cara de una mujer de más de cuarenta años con dos hijos, porque jamás va a volver a ser la porrista de ‘Bring it On’ o la desenfadada María Antonieta de la era pre hipster en 2006.

Eso, entre otros ejemplos cada vez más surrealistas, pero aún vigentes.

Sangre, estética y estéticas para ser “la nueva tú”

Por otro lado, esa estética de tersura neón, de ese cuerpo ultra glorificado de los años 80 que es sello de la película (hablamos de una década que le dio todo el enfoque a la cultura fitness)  contrasta de manera brillante con todas las referencias de las que se vale este largometraje, y que se usan de manera inteligente para causar golpe de efecto.

Que el cuadro de Elisabeth y su casa - como ella misma- se vayan degenerando a medida que su otro yo triunfa recuerda a ‘El Retrato de Dorian Gray’, por supuesto. En la novela de Oscar Wilde, de finales de siglo XIX, este aristócrata iba sumergiéndose cada vez más en los placeres del mundo, así como Sue. Esto, a medida que odiaba más lo que componía su alma, cada vez más podrida y reflejada en el cuadro que pintaron en su adolescencia. Y que acá, claro, también es el cuerpo de su matriz, Elisabeth.

Asimismo, la película también se vale- sobre todo para las escabrosas imágenes del final, o cuando Sue literalmente se saca una pieza de pollo que se le sale como un turupe del glúteo (en una brillante, asquerosa y literal interpretación de los discursos fitness de “debes de sacar eso de tu sistema”, qué humor más fino) -en todo ese terror corporal que Junji Ito, maestro mangaka del terror japonés, imaginó con su obra maestra, Tomie.

Esta es también una mujer bella y joven por siempre, que es asesinada una y otra vez y siempre se regenera como sea y con lo que sea, sin importar la manera. Es en serio: en las historias del mangaka, Tomie se llega a regenerar en una bolsa de supermercado. En una masa sanguinolenta y deforme con muchas caras, como se ve en las escenas finales con Sue. En un contenedor de sake. Dentro de otras personas. Etcétera (sí, gracias a ella y a la extensa oscuridad de Ito con el cuerpo no me espanté, como otros espectadores, por esta película).

Todas esas miradas del cuerpo deformado - que también se leen como aquellas mujeres “víctimas de los cirujanos” que ama tanto la gente crucificar, que lo digan desde Reneé Zellweger, Nicole Kidman hasta la pobre Erin Moriarty, de ‘The Boys’, recientemente- son las que componen este monstruo en el que Elizabeth/Sue se convierte al final. Uno que ha ido demasiado lejos y que, como literalmente las alas de Ícaro, se ha derretido ante el sol.

Todo, por conservar a toda costa, esa nueva apariencia. Ser una ‘mejor mujer’. Ser ‘la mejor versión’, como ruega esa pobre criatura que se deforma cada vez. Matar a la ‘vieja yo’.

En fin, todos esos discursos que la mayoria de revistas femeninas, en su toxicidad más aberrante y anacrónica, venden aún a las mujeres con tintes contemporáneos de positividad violenta, espiritualidad new age de hippie gentrificador y con el determinismo de la voluntad más moralizante posible.

Porque claro, sigue siendo tu culpa si no “te compones”. Esto es lo que llevó a Elisabeth a crear a Sue en primer lugar. Y a Sue a convertirse en ese monstruo que como todas las mujeres que van ‘demasiado lejos’ con su apariencia es señalada, crucificada y linchada en medios.

Y (muy tarde para alerta spoilers) por eso es que me encanta el final: ella cubre todo y a todos de sangre, porque al consumir este tipo de información, al venderla, o al vender a la mujer mediática como producto, nadie es inocente.

Al final, la sangre sobre todo y todos podría leerse como todos esos relatos que muchos consumieron y siguieron sin conciencia y que sacrificaron a mujeres que el revisionismo contemporáneo ha reivindicado (desde Marilyn Monroe, su contemporánea Bárbara Payton, una de las peores historias de Hollywood, pasando por Pamela Anderson o hasta la misma Britney Spears). Y cuya sangre está prácticamente en las manos de todos.

O, ¿quién en 2007 podría decirse inocente cuando se apostó la hora en la que Britney Spears podría quitarse la vida y nadie protestó ante tan repugnante hecho, para comenzar?

Y, por último: diría al final que ‘La Sustancia’, aunque comparada con ‘La muerte te sienta bien’ (1992) también  es la versión más gore y cruda de ‘Ha nacido una estrella’ (no esa versión cursilona de Lady Gaga, sino la que impulsó a crear la película: el tipo que fracasa en Hollywood y se desnuda para ahogarse en el mar, que fue una historia supuestamente real).

Porque Elisabeth termina siendo una nada. Una masa sanguinolenta sobre una estrella en el pavimento. Una nada que limpiarán en el piso para que otra mujer más joven, sacada de donde sea, pase la página y ella simplemente se quede sobre el anaquel.

Una fábrica de sueños en toda regla. El glorioso dolor y horror de lo efímero y lo ‘nuevo’: sonríe, que hoy eres otra mujer y como te quieres a tí misma también te querrán y por fin, por fin, serás feliz. Fin.

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