El caso de George Floyd encendió una ola de protestas sin precedentes en Estados Unidos. Y es que no sólo su nombre se grita en las calles, también el de muchos otros hombres y mujeres que fueron víctimas de brutales ataques por parte de la policía en los últimos años.
Esto no sólo abre el debate entorno a la situación que viven los afroamericanos en Estados Unidos y el mundo, sino también el sufrimiento de las comunidades vulnerables que son agredidas por su origen o color de piel.
En México sucede un fenómeno «curioso» y es que mientras que muchos comparten su descontento y apoyo hacia a las protestas del Black Lives Matter, olvidan el odio racial que existe en el país.
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El racismo ha sido parte de nuestra historia. «Los blancos» siempre han sido los colonizadores, los aprovechan su privilegio para dominar sobre el resto.
Quien no es rubio o de tez clara, es quien más padece los golpes sociales y económicos. Así ha sido siempre pero eso ya no debe ser excusa o justificación. Este es el momento de despertar y dejar atrás los prejuicios y la idea del «privilegio blanco».
Negar el racismo es racismo. Llamar a alguien «moreno», «prieto» o «indígena» es racismo. Basta de etiquetas.
México es un país mestizo, ¿cómo podemos atrevernos a solapar racismo cuando nuestra sociedad viene de una mezcla de razas, con una variedad de colores? Aunque claro, esa misma historia es la que nos ha llevado a construir una sociedad tan dividida y llena de resentimientos.
En México se ha normalizado el señalar a alguien cuyo tono de piel es más oscuro como alguien «de menor clase» o «incapaz de asumir roles importantes». En 2018 causó un gran ruido la incursión de Yalitza Aparicio en la industria del cine, de la mano de Alfonso Cuarón y la película Roma.
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Muchos mexicanos, lejos de sentir orgullo, parecían estar indignados ante el hecho de que una mujer indígena estuviese entre la crema y nata Hollywoodense. Esta joven originaria de Oaxaca, de apenas 26 años se ha convertido en una ejemplo a seguir y le ha dado voz a los indígenas de nuestro país. Sin embargo, ante muchos, sigue siendo inferior.
Y cuando creímos que habíamos superado los ataques hacia ella y finalmente habíamos reconocido su labor, el racismo volvió a hacerse presente cuando se dio a conocer que colaboraría con una columna para el New York Times. Internet reclamó: «¡¿Cómo es posible que una Yalitza escriba para un diario extranjero tan importante?!».
¿Y por qué no podría hacerlo? ¿Por qué seguir usando el nombre de Yalitza como un insulto?
El caso de Yalitza es sólo un ejemplo de lo mucho que se ha extendido este odio. Nuestra población es extremadamente racista y es peor porque es contra su misma gente.
Las estadísticas no mienten. De acuerdo con el CONAPRED, el 64.6% de las personas en México se considera a sí mismas morenas; el 54% afirma que a las personas se les insulta por su color de piel y el 15% ha sentido que sus derechos no han sido respetados por esta misma razón.
Por su parte, el Centro de Estudios Sociológicos del Colegio de México afirma que las personas que se definen como indígenas, negras o mulatas en México, tienen menos probabilidades de tener acceso a la educación superior y menores posibilidades de tener acceso a posiciones económicas altas y menores probabilidades de tener ocupaciones de alta jerarquía.
Este es el racismo que México no quiere ver. La conversación sobre la discriminación que persiste en el país y afecta la vida de la personas se convierte en algo incómodo. Un problema estructural que se funda en un orden social y en una relación de poder en el que, de nuevo, el privilegio blanco domina sobre los que son «diferentes», dotándolos de atributos negativos.
En México, ser moreno se relaciona con pobreza. Es un fenómeno de clases, una pigmentocracia. Somos aspiracionales; queremos vivir una realidad sin entender primero la de nuestro entorno.
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