Qué peligroso se vuelve usar ciertas palabras cuando solo nos quedamos en pronunciarlas.
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Quizá por cómo le intenseo a la vida, me encanta usar el “para siempre” y aunque a veces pienso que debería limitarme, termino por envolver mi existir en “eternidades”, y es que cuando lo hago, es porque realmente lo siento, porque me palpita de manera constante, profundamente.
Para nada lo siento con todo, ni muy seguido.
Más bien con pocas cosas, en verdad con elegidas personas y en contadas ocasiones.
Por eso cuando simplemente sucede, lo tomo y deseo abrazarlo “por siempre”.
¿Quién no querría conservar lo especial, lo mágico, quizá lo único eternamente?
Lo malo es que no todo depende de mí.
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Sí cuando se trata de una idea, de una pasión, gusto individual o de una convicción.
Pero no cuando hay otra persona involucrada.
Ni siquiera cuando se trata de quien amas.
Él y yo solíamos usar tanto la palabra “fluir”, de hecho así fue como empezamos, fluyendo ante una circunstancia adversa, un deseo sin grandes expectativas, un placer sin compromiso.
No duró mucho así.
El gusto se volvió encanto, la pasión delirio y los besos mezclados con tiempo, detalles y sueños en amor. Sus brazos se convirtieron en mi lugar favorito, sus ojos el mar misterioso donde podía nadar por horas. Sus labios el alimento de mi alegría. Su existencia, mi primer recuerdo al despertar.
Con él fui más viento que nunca.
Libre, construyendo un conjunto de sentimientos por primera vez. Todos de una manera distinta a lo que pudiese haber vivido antes.
Aprendí a quererlo todos los días, con su boca llena de ternura, con su lengua vulgar.
Con sus manos que nunca estaban quietas, con sus celos, sus arranques, sus mismas preguntas, su barba que raspaba y a veces hasta lastimaba.
Con sus inseguridades, con su manera de correr saltando, de alzar los brazos al caminar.
Con su forma de pararse y sacar la panza, con su carcajada lanzada al cielo, con su mala ortografía, con sus dulces intentos de poesía, con sus historias tristes, con su mirada que me envolvía, con sus lágrimas amargas, con sus sueños rotos, con su sangre que siempre hervía, con su mano sosteniendo la mía.
Con su manía de apostar y no saber perder, con sus ronquidos, con el peso de su cuerpo rodando sobre el mío, con todas sus canciones compartidas.
Con sus reclamos sin sentido, con su adoración a mis vestidos, con su interés por tomarme la mejor fotografía. Por sus chistes malos y por todas esas veces que no me acompañó al baño en un bar.
Por su miedo al mar y sus ganas de volar amando. Por las veces en que se sonrojaba una y otra vez, por cómo movía la pierna sin parar, por cómo aprendió a buscar el sol y la luna, por su ropa sin planchar, por todas aquellas cosas que murmuraba y que por más atención que puse, nunca pude descifrar.
Por su manera de bailar, por su pelada manera de hablar, por sus ganas de escuchar, por su manera de interrumpir conversaciones, por sus revanchas verbales, por su mal inglés, por su desesperación controlada, por su fragilidad, por su fuerza incontrolable al amar.
Por su manera de mirarme al llegar, al caminar, al irme y al regresar. Por el color de su mirada a punto de llorar, por sus sonrisas chuecas, por su necesidad de contar.
Por los días, por las noches, por el ruido que nunca se calló en su interior, por el silencio que dolía, por lo que nunca se atrevió.
Por los colores que descubrió, por el sabor del tequila en su boca, por la soledad que me mostró.
Y también fui viento porque no sabía hacía donde iba. Tan solo creía que fluía.
En verdad quise fluir con él, como con nadie, para siempre…
Él dijo demasiadas veces la palabra “avanzar”. Dejemos que fluya para que esto pueda avanzar.
Yo le quise creer.
Fluir y avanzar juntos. Él hacia mí, yo hacia él.
Pero no fue así.
Él se quedó inmóvil.
Enredado en raíces que no le permitieron seguir volando conmigo.
Y dejamos de fluir.