Todas tenemos días malos y días peores. Los conoces desde que empiezan porque tu primer pensamiento es: «hoy voy a regresar temprano a casa, me pondré la pijama y nunca más saldré de la cama».
No es necesario poner ejemplos de esos días, los conocemos bien. Sabemos que hasta el café más rico tiene altas probabilidades de quemarnos la lengua y hacernos sentir profundamente desdichadas.
Por ahí leí que en realidad sólo se trata de un mal día y no de una mala vida. Esto me da fuerzas para intentar mantener la frente en alto y poner mi mejor sonrisa, «me gusta mi vida, sólo es un mal día», me repito hasta el cansancio.
Sin embargo, el corazón se me encoge cuando repito esa frase, casi como un mantra; de eso se trata, amo tanto mi vida, que temo que me rompa el corazón en mil pedazos.
Lo que vivo en ese día es una resaca de amor, tan parecida a cuando no te responden un mensaje o cuando te dejan esperando en un restaurante con el pretexto del exceso de trabajo. Al diablo, mi vida no me puede romper el corazón porque yo decido, pero las lágrimas involuntarias comienzan a salir.
En uno de esos días me senté a hojear alguno de esos libros que son casi tan buenos como el Prozac para curar los días difíciles. He escuchado que mucha gente que lee no raya sus libros porque son objetos «sagrados». Yo no soy ese tipo de persona. Un libro para mí es prácticamente un ser humano: un cuerpo y un territorio que debemos conquistar.
Muchos de mis libros están subrayados con miles de colores, tickets de cafés y en algunas ocasiones algún teléfono perdido, precisamente para los días en los que necesite palabras de aliento.
Como muchas otras mujeres, acudí a Sylvia Plath para tomarme un café con ella y me encontré con esto:
Deben de haber muy pocas cosas que un baño no cure, pero no conozco muchas de ellas. Cuando estoy tan triste que creo que voy a morir, o tan nerviosa que no puedo dormir, o tan enamorada de alguien a quien no veré en una semana, me derrumbo y después me digo a mí misma: ‘tomaré un baño’.
Entonces, tomé un baño y lo único que me detuvo de no meter el libro conmigo fue pensar que tal vez lo necesitaría en otra ocasión.