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Cuestión de equidad

La entrega incondicional es casi una leyenda urbana. No se trata de dar puntada sin hilo, sino más bien de sembrar para cosechar…

Cuando termina una película me empeño a fondo en leer todos los nombres que aparecen en los créditos,  llevo años y  aún hoy me resulta imposible. Para qué pondrán tanto nombre si no los lee casi nadie, a quién le puede interesar quién hizo qué. Más allá de los diez primeros actores son sólo letras amontonadas que pasan sin sentido hasta la C de copyright.

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¿Te digo para qué los ponen? Para que cada uno se lea a sí mismo. Para que el que sale, se busque, se encuentre y halle la paz al verse ahí, reconocido.

Hasta hace muy poco no fui consciente de que existía esta ansiedad, este deseo generalizado por el aplauso, por el agradecimiento público, por el trofeo, por la mención honrosa… en cualquier categoría, da igual.

Las madres, ya lo sabemos, esperan por lo menos el tatuaje en el brazo y de ahí para arriba todo es poco para premiar su encomiable labor, pero no son las únicas afectadas por el afán. Todos tenemos el bicho dentro.

Vivimos en la época más individualista que se ha conocido, pero no queremos pasar desapercibidos. Nos vestimos, maquillamos, perfumamos y nos calzamos lo que haga falta en un intento por ganarle al anonimato. Y no es sólo una cuestión de apariencia, o para conseguir miradas, buscamos también destacar y despertar admiración, queremos reacciones para nuestras acciones.

Por eso se va Angelina a Vietnam y Sean Penn con botas de agua a Haití, ellos tienen fama, y además son buenos, desprendidos y entregados. Ahí están las  fotos que lo demuestran y, de paso, les permiten seguir siendo famosos por estupendos.

¿Y nosotros, para qué hacemos algo por otro? Para sentirnos buenos también, o para calmar alguna culpa, para justificar una omisión anterior, para encubrir al verdadero culpable, para conseguir aprobación… no sé, habrá miles de razones, pero desde luego siempre es por algo. Es raro el desprendimiento budista sin finalidad conocida en esta tierra. Así es como las donaciones anónimas son cada vez más raras y las galas benéficas cada vez más espectaculares.

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Hace unos días tuve que encajar un fuerte puntapié afectivo al enterarme de que mi querido hermano había tirado al fondo del patio un par de cajas con cosas muy importantes para mí que aún estaban en la casa de nuestra madre. El perro y la lluvia las exterminaron. No se imaginan el arañazo en la cara  que significó semejante desplazamiento ¡De mi hermano! al que le enseñé las fracciones, lo defendí en el colegio, por el que he tenido que tragarme kilos de incomodidad para que pudiera hablarme de sexo, hasta le financié su primera guitarra. Claro, es lo que se espera de una hermana, me dirán ¡vale! ¡Pero yo soy sólo una hermana y no Teresa de Calcuta, así que quiero su gratitud expresada a viva voz ¡y con regalos de ser posible!

Nadie (o casi nadie) quiere entregar algo y que eso acabe en saco roto, cuando damos lo hacemos como el que siembra, algo debería brotar de ello para que se cumpla el precepto de la cosecha y no sentir que nuestra bien intencionada entrega ha sido en vano. Ya sé que suena un poco interesado, pero yo creo que tiene que ver con la equidad, con tú por mí y yo por ti, con dar para recibir… Enseñanzas que se vienen desde lo más alto para hacernos mejores, se supone.

El ingrato digamos que viene a ser alguien que no entendió, aunque también puede deberse a que hubo fallas en el sistema de entrega… ve tú a saber. Por el contrario, el agradecimiento, en cualquiera de sus formas, es la garantía de que no nos hemos equivocado al dedicar un esfuerzo a esa persona que brinda en nuestro nombre aunque no estemos.

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