Todas mis últimas esporádicas y explosivas “relaciones” han comenzado de la misma manera: Piscola. Porque no hay nada que ese mejunje no pueda conmigo. La perna que escribe se transforma en el florero de mesa y de un trago a otro, de repente no hay quién la calle. Entonces nace el despecho, y con cada grado alcohólico los intentos de melancolía que me llevan a querer tapar los hoyos que Pablito que clavo un clavito dejó en mi corazón; así, raudo y vertiginoso, para luego seguir enterrándome otras estacas que se evaporarán incluso antes de empezar.
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Nada de lo que he intentado construir en los últimos tres años ha salido bien. Ninguno de los hombres a los que he querido me ha correspondido igual. Supongo que huelen el miedo al fracaso y huyen antes de que los atrape. Desaparecen despacio, pero se cobijan en excusas que rezan sobre mi magnanimidad y grandilocuencia: “Me encantai. Erí una mina increíble… pero por fa, por fa, no te enamorí de mí. Yo no te merezco”. Y al principio, les creía. Pensaba que era una mina tan magnífica, tan fantástica que les daba pánico tener que someterse a una mujer que tal vez podía ir más lejos que ellos; pero terminé por aceptar que, cuando alguien tiene interés real en una persona, no hay falta de personalidad estúpida ni herida en el orgullo que te impida jugártela por ser feliz; es solo que aún no he encontrado al hombre que quiera ser feliz conmigo.
Y eso duele… y puta que duele; porque en todas las bocas que beso, en las espaldas que rozo y manos que aprieto veo un guiño de luz que me dice que quizá EL pueda ser; pero pasan los días y veo como el entusiasmo inicial comienza a decaer. Curiosamente, nunca soy yo la que se aburre; siempre son ellos. Creo que hay un punto en el que hay que asumir que un loco “simplemente no te quiere”, pero lamentablemente pertenezco al club de las obstinadas que se tomaron personal el hecho de que no las pesquen.
Mi búsqueda se ha vuelto un desafío. Por cada hombre que me deja, más grande es la contienda; y también mayor el ridículo. No hay nada más patético que hacerse la valiente en tiempos donde no hay guerra; donde tu eres la única que quiere pelear y el contendor ya le dio la bandera blanca a tu corazón. Y es que tengo esa hipersensibilidad que me gustaría regalar. No puedo hacer como que nada pasa, no puedo disimular. Me entrego fácil, pero me enamoro más rápido aún; sobre todo de historias que tienen poco de alegrías y un mar de tristezas.
Quiero que alguien me salve, pero también quiero salvar. Los hombres que me buscan creen que pueden contarme sus historias para que las escriba, pero la verdad es que el único lugar donde ellos las plasman es entre el tórax y mi guata, porque todos se han ganado un pedacito, aunque sea chico, en el lugar donde uno recuerda las cosas. Se refugian en mi caja de los retos que no pude lograr, de las sonrisas que quise esbozar, de los abrazos que pretendí hacer eternos y de los besos que creí inolvidables y que ahora duermen en la resaca de alguno de mis ex amantes.
Es tristísimo querer hacer feliz a alguien y que al otro le valga madre. Es amargo, hasta el hueso, ver como los hombres que tú quieres te dicen “no eres tú, soy yo; yo necesito estar solo” para después de dos semanas pololear con una mina que tu miras y sentí que no te llega ni a los talones. Y no quiero ser despectiva, yo sé que todo el mundo tiene su gracia; pero entonces, ¡por qué chucha Dios no me explica! Si yo era tan pulenta, tan bacana, ¿por qué ninguno de los hombres de los cuales yo me enamorado ha querido caminar de mi mano?
A veces pienso que es el karma. Incluso mis amigas apuestan a que no me caso. Y yo me río; me pongo el parche antes de la herida y prometo ir a vivir con mi ex gay porque está de moda ser soltera y convencida de que es absolutamente cool ser autovalente. Pero yo leí demasiado a Jane Austen; pero yo me crié con la zorra de Emily Brontë que me prometió que en algún lugar del mundo había alguien que iba a calar tan hondo, que iba a ser más “mi mismo” que yo misma.
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La Bersuit canta que hay que tomar pa’ no enamorarse y enamorarse para no tomar; pero por alguna puta razón yo cambié la fórmula: Bebo pa’ encontrar el amor; así, aunque después esté sobria, tenga la ilusión de seguir estando ebria para que me duela menos. Y usted puede creer lo que quiera, que me quiero poco, que salí de un cuento de princesas, que no tengo suficiente amor por mi misma; pero… ¿sabe que? Me importa un verdadero zapallo; porque a pesar de las reiteradas caídas tengo el valor enorme de seguir buscando.
Sí, ya sé… debería dejar de beber o dejar de rastrear. Dicen que las cosas aparecen cuando menos lo esperas; pero tengo tantas cosas que contar, tantas tallas, tantas historias que me encantaría compartirlas con alguien más. Pero no, sigo ahí… acostándome con vagos, cuya mayor preocupación es fumar marihuana y/o perseguir una pelota mientras esperan estímulos divinos que les indiquen que la opción es estudiar, no servir copetes de por vida.
Entonces, tendría que dejar de involucrarme con pendejos así. Pero es que no hay peor anzuelo pa’ una mina que querer rescatar a un tipo perdido; al que tiene la razón absolutamente desviada del camino y se te mete entre ceja y ceja, que puedes ser tú, la mujer maravilla, las que los lleve devuelta al sentido. Es de esas historias que escuchai en las onces familiares donde cuentan que el tío Perico, adicto a la coca, se rehabilitó gracias a la profunda paciencia de la tía Juana. El problema es que yo no me parezco ni una pizca a ella.
Tal vez lo que quiera no sea enamorarme; sino amparar a alguien. Redimirme a través de otras culpas, purgar dolencias a través de otro; defender batallas que no son mías. Quizá no tenga otra forma de auxiliarme a mi misma. Probablemente sea yo la que está a la deriva…