La cosa es que no sé bailar. Hay gente que sabe bailar y gente que no, y yo soy del tipo de las que no. De las que tienen dos pies porfiados. De las que parecen Mona Chita. Porque yo en la pista de baile parezco Mona Chita. De hecho el otro día fui a una fiesta y parecía una. La fiesta estaba localizada en un barrio extraño. De esos que sólo tienen repuestos de bicicleta y maleantes. O más bien sujetos que caminan como maleantes. Nunca entendí muy bien qué relación existía entre ellos y los repuestos. Pero la cosa es que estaban juntos. En ese barrio eran inseparables.
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Yo por mi parte, inserta en aquella fiesta, intentaba seguir el ritmo como pudiese. Había hasta un tipo con cara de maleante que lo hacía mejor que yo. O más bien que “perreaba” mejor que yo. Al tipo se le notaba que quería sexo. Ni siquiera ocultaba sus intenciones. Estaba caliente y quería que todos lo supiésemos. Era realmente extraño que yo estuviese metida ahí. No lograba entender qué estaba haciendo realmente metida ahí. Era como estar en una película de Pacino, con todos los criminales, pero sin Pacino. Estaba rodeada de gente muy extraña. O tal vez- como suele sucederme-era que simplemente yo era una clase de persona muy extraña. Quizás qué habrá sido. La cosa es que al “cara de maleante” se le comenzó a notar aún más que quería sexo. Que no estaba dispuesto a cejar hasta conseguirlo.
Estaba agarrándose a una flaquita que tenía ahí. Se jactaba de que se la estaba “faenando” y todo el mundo lo escuchaba.
La flaquita aguantaba con una paciencia increíble. Resistía hasta que le lengüeteará el sudor del cuello y de los brazos. La escena se hacía cada vez más vomitiva. No sé cómo la Flaquita aguantaba tanto. La flaquita era tan flaca que parecía pluma. Le llamaban, “lo que el viento se llevo”. En la fiesta se rumoreaba que el “cara de maleante” quería llevársela a lo “oscurito”. En ese barrio extraño sobraban los lugares que podrían haber sido caratulados como “oscuritos”. En realidad nadie podría haber establecido si él “cara de maleante” era realmente maleante, o sólo lucía como tal.
La verdad es que nadie sabía mucho. Sólo se sabía que el “cara de maleante” andaba “hot” por la flaquita. Eso era lo único que se sabía. Se le notaba. Eso pasaba en la pista, mientras yo me seguía contoneando al lado de ellos. Justamente era el hermano del “cara de maleante” quien me había sacado a bailar, y por lo mismo tenía esa posición tan privilegiada. Podía seguir de cerca la historia del “cara de maleante” con la flaquita. El hermano del “cara de maleante” en tanto se llamaba Pedro. A ambos hermanos les habían dibujado el mismo rostro. La única diferencia era que éste último era rubio. Tenía una extraña manera de contonearse. Se movía como si hubiese estado bajo los efectos de la droga. Como si hubiese estado poseído. Por Belcebú. De hecho mascullaba algo parecido a Bel-Ce- Bú. Parecía un africano convocando a su propio dios.
De hecho decía que bailaba así, sólo porque seguía la onda “afro” porque era el “afro” lo que ahora en las pistas se llevaba. En cambio lo que bailaba yo, nadie lo llevaba. Yo bailaba como cumbianchera octogenaria. Me vi en el espejo y lo hacía así. Era la viva imagen de mi abuela. Mi abuela bailando “Un año más” en Año Nuevo. Qué triste podía ser la vida. Definitivamente lo mejor que podía hacer era imitar al hermano del “cara de maleante”. Comencé a seguirlo. Cada paso. Lo imité como tratando de formar parte de su tribu.
Nuevamente parecía loca. Yo allí con mis piernas chuecas, y mis escasísimas posibilidades de acertar, nuevamente, parecía loca. Mi pareja se seguía contoneando. O más bien “convulsionando”. Porque la verdad sea dicha que con su ritmo afro se sacudía igualito a alguien con epilepsia. De hecho en las partes más movidas se tiraba al suelo y experimentaba ese mismo tipo de convulsiones. Y yo también comencé a experimentar ese mismo tipo de convulsiones. Además también saltaba y levantaba los brazos para hacerlo más “creíble”. Esto último ya era sólo parte de mi cosecha. La gente sólo nos miraba. Ninguno se atrevía a preguntarnos nada. Lucíamos como gente peligrosa. Como gente afectada por el flagelo de la droga. Ellos no sabían la verdad.
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La verdad era que sólo bailábamos así porque no sabíamos bailar. El hermano del “cara de maleante” me lo terminó por confesar. Éramos completamente inofensivos. Del todo inofensivos. Tanto como una pareja de hormigas aturdidas. El “cara de maleante” en cambio no. El “cara de maleante” en cambio se traía algo entre manos. El brillo en sus ojos lo delataba. Delataba que quería algo con la flaquita. Detrás de todo aquel “perreo” se escondían las peores intenciones.
El “cara de maleante” estaba destinado a teñir a la flaquita de tristeza. Llegó un punto en que él “cara de maleante” comenzó a mirar extraño a la flaquita. Le dijo algo en el oído. Algo que la dejó llorando a borbotones. La flaquita lloraba en plena pista de baile, frente a un tumulto de borrachos. Ese era el escenario. Ese, hasta que de pronto él “cara de maleante” desapareció con ella en lo “oscurito”.
La “desaparición” fue tan misteriosa e inexplicable como la posterior “reaparición”. La flaquita volvió con los ojos ya secos y sosegados. Contenta y relajada. Nadie supo nunca lo que sucedió. Nadie supo nunca lo que él “cara de maleante” le hizo en lo “oscurito”. Nadie supo nunca nada. Nadie excepto yo. A mí el hermano del “cara de maleante” me lo dijo todo. Me dijo, que “cara de maleante” había logrado calmar a la Flaquita con la Luna. O con algo parecido a la Luna. Con promesas. Le prometió miles de cosas al oído. Promesas que ni siquiera el propio hermano del “cara de maleante” sabe si el “cara de maleante” cumplirá.