Escrita, dirigida y protagonizada por Diego Ruiz, la película IGLÚ trata sobre desamor, adicciones, co dependencias y búsquedas que de una u otra forma todos hemos experimentado en algún punto de nuestras vidas, y con las cuales nos sentimos identificados. El protagonista, Daniel Hahn, es un joven gay que tras sufrir la muerte de su madre y el rompimiento con su pareja de 4 años cae en un círculo de adicciones que lo mantienen despierto, dormido, aislado y otra vez despierto. Al conocer a su vecina, Paula, una terapeuta poco ortodoxa y que sufre de agorafobia, comienza un camino de experimentación y recuperación.
Si bien en mis diecis y veintis fui ‘bien pololo’ –ahora practico más la soltería-, mi relación más larga duró un año y medio. Intensa, apasionada, a ratos obsesiva, casi siempre sorprendente, fueron 18 meses, viviendo juntos, viajando juntos, carreteando juntos. Enamoramiento y co dependencia en su nivel máximo hasta llegar al punto de agotamiento y extinción.
El proceso de luto se me hizo eterno porque además coincidió con el gris y triste invierno capitalino. La sensación de fin de mundo que experimentamos en estas situaciones estuvo acompañada de distintos refugios, donde quise esconderme de los amigos (en común), de las preguntas (¿y tu pololo?), de las canciones (que formaron parte del soundtrack de la relación), y de cualquier situación que me recordara lo vulnerable que estaba y lo fracasado que me sentía con ese rompimiento. Básicamente uno trata de no ‘darle la lata’ a la sociedad y por eso te refugias de ella.
Durante todo el primer mes de luto mis adicciones fueron bastante más naif que las que vemos en la película. Me pasaba el día jugando Rollercoster Tycon en el computador de mi casa y tomando café en el segundo piso de una bencinera junto a mi amiga Sole, amiga en común, lo suficientemente involucrada en el rompimiento y lo suficientemente leal ante las dos partes. Al mes siguiente y cuando ya todos los cercanos se habían enterado de mi soltería –en el 2003 las noticias corrían más lento sin redes sociales- comencé a salir un poco más a la calle y a encontrar nuevos refugios. En todo el proceso mi escondite favorito fue el de cada tarde tomar mi bicicleta de montaña, subir a cualquier cerro que me permitiera contemplar la ciudad de Santiago desde las alturas y pensar. Pensar por qué se había terminado, pensar en qué había hecho mal, pensar en qué pasaría ahora y tratar de entender por qué en temas emocionales todo se comporta como una gran montaña rusa, un día estás en la cima del amor y al otro en un hoyo donde tu corazón se vuelve más chico y seco que una pasa.
Así como a Daniel Hahn le gustaba salir de noche a caminar descalzo por el parque y sentir el pasto húmedo entre sus dedos cuando las pastillas no lo dejaban dormir, yo disfrutaba de bajar desde el cerro a gran velocidad en mi bicicleta, sintiendo el viento en la cara y con los brazos estirados hacia los lados como tratando de volar. Era el minuto en que nadie me miraba, ni me retaba por no usar casco, o por andar sin manos. Era el minuto en que nadie me preguntaba por qué habíamos terminado ni cuál había sido la causa. Era mi momento del día donde podía esconderme del resto y liberar la suficiente adrenalina como para luego llegar a casa, dormir tranquilo y recuperarme.
El tiempo lo cura todo y también re-hidrata los corazones pasa. Las relaciones seguirán comenzando y acabándose, las montañas rusas emocionales seguirán moviéndonos el piso, y nuestros refugios, aunque cambien, estarán ahí para sostenernos. Hoy la adultez –y lo miedosos que nos hace- no me permite tirarme en bicicleta desde un cerro sin manos ni casco, pero me ha dado nuevos escondites donde poder refugiarme del resto y recuperarme cuando los lutos y las latas se me cruzan en el camino. Al final del día todos necesitamos un escondite, al final todos tenemos uno, ¿cuál es el tuyo?