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Flirteo inicial con Eros

“Era una primita un año mayor. Siempre jugábamos. Ella me gustaba. Era tan blanca, me volvía loco”. Lee la nueva columna de Dushampa.

“Oye, es en gran parte a lo que vine”

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Mi casa en un árbol, Jorge González.

Hoy bajé a San José, solo para comprar cigarrillos. Camine casi una hora por la orilla del camino. Parecía un suicida. Necesitaba caminar. Y pensar. Si Murakami corre, yo camino. Y ahí pienso. O quizás ahí archivo y ordeno lo pensado antes.

Hoy baje a San José y me senté en la plaza para fumar. Había un poco de viento pero no lo suficiente para apagarme el cigarro. Antes, en esa plaza había un tren o un vagón de tren, un carro. Ya no está. Remodelaron y lo botaron o quizás lo cambiaron de lugar. La gente a veces pasaba la noche ahí. Sobre todo los mochileros que no alcanzaban el bus para volver a Santiago o a donde fuese.

Me gustaba ese tren. Ahí dentro jugaba al semáforo cuando pendejo; ahí me descartuché, como le dicen. Era una primita un año mayor. Siempre jugábamos. Ella me gustaba. Era tan blanca, me volvía loco. Era tan blanca que parecía que a veces podía ver todo su interior o eso imaginaba. Me gustaban esas pequeñas líneas verdosas que sus venas dejaban ver en su cuerpo.

Lo que me parecía curioso y misterioso era ese fuerte olor que su sexo despedía, en ocasiones en que corría y se agitaba. Era algo muy salvaje. Algo embriagador que no me dejaba ir a dormir. Viví casi ocho años con mi tía y con ella; años en que mi padre se encontraba trabajando en Venezuela, en el Orinoco. Ocho años. Durante ese tiempo se desarrollo mi olfato y logre llegar a percibir hasta el olor de sus periodos. De su menstruación. Tía y prima; madre e hija, estaban sincronizadas o tenían un desfase de un par de días. El de mi prima era muy fuerte o yo lo sentía o lo imaginaba o ahora lo recuerdo así.

Ella lo sabía todo. Me enseño a besar: lo hacía a la usanza de las teleseries, no podía parar de reír cuando me besaba el cuello y cuando su lengua se movía como un pescado dentro de mi boca. Antes de hacer el amor, que no fueron más que un par de espolonazos antes de quedarme tiritando y casi llorando boca abajo, antes, me dijo que me desvistiera, me dijo tan decidida, como un comandante diciendo “¡alto ahí!” antes de disparar, me dijo que cerrara los ojos, que me tendiera de espaldas, que pensara en algo hermoso o en un prado o en nada y yo tenía miedo, miedo a no hacerlo bien, miedo a dejar de jugar, miedo a ella, miedo a su seguridad. Y tiritaba.

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Éramos dos perversos polimorfos. Dos niños. Dos anarquistas flirteando con Eros. Experimentando la inquietud de nuestras pulsiones, en complicidad, camuflados los dos, fuera de la autoridad, lejos del ojo de nuestros padres y de las instituciones de la moral.

Ahí estábamos solos contra el mundo. Imitando a los peores modelos. Puros, curiosos, inocentes y valientes.

No sabíamos que creceríamos en un país con una economía de mercado de la sexualidad.

No sabíamos que el sexo se transformaría en una brutal relación de poder.

No sabíamos que sería el secreto perseguido y castigado.

No sabíamos.

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