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Me abordó un hombre en la calle y me sentí totalmente vulnerable

El acoso sexual nos recuerda que aún estamos a miles de años luz de ser una sociedad respetuosa

Nunca me había pasado, pero siempre me lo imaginé diferente. Pensaba que si alguien se acercaba demasiado, lo más lógico sería pegar un grito o darle un rodillazo en los bajos; como si esa fuese una llave mágica para quitarse a un indeseable de encima. En el metro hay señales y anuncios que invitan a señalar a quien intente sobrepasarse contigo aprovechando el amontonamiento de gente, pero en el tiempo que llevo viviendo en la ciudad jamás me ha tocado ver una escena así.

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Mi idea de cómo sucede el acoso sexual estaba un poco distorsionada por la televisión: Nunca pensé que este tipo de cosas ocurrían a plena luz del día; la idea lejana de que eso podría suceder siempre la remontaba a una calle oscura, tal vez con un poco de lluvia, y por supuesto en la noche. Y fue todo lo contrario.

Tengo mucha suerte -pensarán muchos capitalinos- porque vivo a menos de 5 minutos de mi trabajo, lo cual me libra de tener que subirme al transporte público y dejar las mejores y peores horas de mi vida transitando en vagones saturados para llegar a mi destino.

Hoy, como todos los días, salí de mi edificio y caminé hacia la oficina. Fijándome de la gente que va por la calle, que normalmente son adultos mayores paseando a sus mascotas, y pensando en las cosas sobre las que me gustaría escribir hoy. Buscando las llaves para entrar a la oficina, a unos cuantos pasos de la puerta, un hombre me dio los buenos días y me preguntó mi nombre.

Se me hizo un poco extraño, pero al ser un señor de alrededor de 55 años, me pareció un gesto de cortesía así que le di los buenos días de vuelta y le dije que me llamo María (lo cual no es mentira, pues es mi primer nombre). Inmediatamente me dijo que le parecía una muchacha muy guapa y que desde que me vio quería acercarse.

Ok, ahí es cuando las cosas empezaron a ponerse menos amables. Estaba parada a 2 pasos de la puerta del edificio, con las llaves en la mano, y pensé que lo mejor sería que el no supiese donde trabajo pero no se me ocurrió que hacer para escapar de ahí; más bien me puse muy nerviosa. Me pidió mi número de teléfono y le dije “no, soy casada, con permiso” – ¡qué mentira tan tonta! como si la razón real por la que no le daría mi número fuese por tener esposo; ¡Claro que no! No se lo daría porque es un acosador, un maldito acosador a las 8 de la mañana.

Me insistió de nuevo con que soy una chica hermosa y me pidió un abrazo y luego un beso, a lo que obviamente respondí “No”, pero intentó abrazarme y por supuesto, tocar todo lo que podía en el intento. La llave ya estaba en la cerradura. Rápidamente le dije “CON PERMISO” y me dijo “Espero volverte a ver, total que ya te he visto varias veces por el rumbo”. Entré al edificio. Y me sentí tan vulnerable como un venado parado a media carretera, cegado por las luces de un camión.

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No grite, no pataleé, no pedí ayuda; no pude ser nada más que cortés con una persona que claramente estaba invadiendo mi territorio, y de haber tenido la oportunidad, lo hubiese invadido aún más.

Seguro que mi historia no es la más fuerte ni la más aterradora, pero el punto no es lo que pasó o lo que no pasó. Es el sentimiento de impotencia, de vulnerabilidad, que reinó dentro de mi -y que sigue haciendo que mi corazón lata rápido y tenga miedo de salir de la oficina- lo importante.

¿Por qué no pude defenderme, alejarlo? ¿Por qué me congelé en el momento? Solo puedo pensar que no importa qué tan avanzados creamos que estamos, mientras lo que hay en los pantalones siga gobernando antes que la cabeza estamos muy pero muy lejos de  ser una sociedad que merezca cualquier tipo de reconocimiento.

 

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