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Es cierto que el Premio Nacional de Literatura ha sido esquivo con las mujeres. Desde 1942 sólo lo han ganado Gabriela Mistral, Marta Brunet y Marcela Paz, todas a destiempo. A La Mistral se lo dieron 10 años después de recibir el Nobel. Peor aún: María Luisa Bombal nunca lo obtuvo.
Que el machismo infecta nuestra elite cultural, tal como lo denunció Isabel Allende en su paso por Chile, no es ninguna novedad. Vivimos en un país donde una escritora mujer debe ser genial para ser considerada apenas buena. Que el éxito del otro –sea hombre o mujer-le saque sarampión a sus colegas escritores tampoco es sorprendente. Todos quisieran vender millones y vivir de la escritura. ¿Pero si nunca premiaron a Roberto Bolaño por qué sorprenderse de que no lo hayan hecho con Isabel Allende?
No soy nadie para dirimir si Isabel Allende se merece o no el premio (sospecho que se lo deberían haber dado cuando su pluma estaba en su pic, en los tiempos de La Casa de los Espíritu, cuando el realismo mágico aún no era una etiqueta, o al menos no una desgastada). Se trate de Isabel Allende o su contraparte y opuesto intelectual, Diamela Eltit , la pregunta es si una escritora mujer se lo merece sólo porque se deba saldar una deuda histórica.
Quienes han levantado la candidatura de Isabel Allende y ella misma, culpan al machismo de su falta de reconocimiento en el panorama local. Esta queja es algo rimbombante y cliché (Eltit como mujer sabiamente no entra en ella). Pero el tema -la discriminación sexo-intelectual-es una lectura interesante y debería ser abordado sin pasiones literarias y con menos rabieta. ¿Cómo parchar esta segregación literaria entre mujeres y hombres? ¿Con repartición de premios? ¿Alentando una discriminación positiva en los escritorios de los críticos que sólo leen a Bolaño? ¿Ese paternalismo no recae en la lógica del machismo?
Cuando se lee un libro, lo normal es que éste valga por sí solo y el escritor –con su género, su credo, su biografía, su look, su situación económica, su éxito o fracaso, su yogurt o whisky-se vuelva invisible. Eso es al menos lo que me está pasando esta semana mientras leo la americana Lorrie Moore y su deslumbrante novela Al pie de la escalera.