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Coraje, corazón, coraje

Darle libertad al corazón de sentir más cosas que el amor, no solo lo hace más resistente, también lo hace más sabio.

Siempre he sido una persona de carácter pacífico. Odio las discusiones y cuando intento arreglar las cosas, me aviento choros mareadores de horas que al final solo terminan empeorando más la situación por las vueltas y vueltas que le doy al tema. Lo peor es que, invariablemente, cuando según yo todo se ha arreglado, siempre termino sintiendo que me faltó decir algo.

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Últimamente este método de “solución de problemas” es cada vez más constante. Y no es nada grave, pero he notado que después de alguna diferencia o plática seria con alguien, termino con esta sensación de que algo faltó, o quedó pendiente y algo no se resolvió.

Digo, logro retomar la vida sin problema y todo fluye armoniosamente de nuevo con las personas, pero en mí algo queda inconcluso. ¿Cómo me doy cuenta? Bueno, pues voy conociéndome en este proceso, y puedo decir que los siguientes 10 días estoy perfectamente bien de ánimo, me siento contenta por haber resuelto el problema y todo eso.

Pero entonces surge otra cosa que arreglar, otro desacuerdo o malentendido y vuelvo a lo mismo, tiendo a exagerar un poco mi emoción / enojo / incomodidad, por “eso” que quedó pendiente la última vez.

Hace un mes que vengo analizando esta situación porque simplemente mi cuerpo –deja tú el cerebro—ya no resiste la presión. Un día, después de mi última discusión con “equis” persona descubrí que “eso” que siento que se queda atorado en mi garganta y me produce una incomodidad rara que después termino manifestando en cualquier otra cosa que nada que ver, se llama CORAJE.

Me he convertido en una mujer noble en la zona de guerra, y no me victimizo, al contrario, esa necesidad de ser demasiado buena con las situaciones que me molestan, ceder a ellas por evitar problemas y enfrentamientos con la gente que quiero, me ha dejado reprimir el enojo; hablar cuando en realidad quiero gritar, acercarme cuando quiero alejarme corriendo, o peor, disculparme cuando nada lo merece.

Esta necesidad mía de encontrar y mantener la armonía en mi vida no me ha dejado ver que el enojo, la frustración y la decepción también son emociones, y que manifestarlas es igual de necesario que andar por ahí sonriéndole a la vida.

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No me atrevería a decir que soy demasiado buena, pero me doy cuenta que ese coraje lo termino arrastrando y soltando en situaciones ya fuera de lugar y con personas que no tienen nada que ver. O comienzo a sustituir el enojo por manías como morderme los labios, ausencia de inspiración por días o cansancio. Ese es el verdadero problema.

Hace unos días, por fin me permití sentir la decepción, y ¡qué cosa tan horrible!, pero fue aliviador. Por primera vez en mucho tiempo me senté con mi corazón y le di permiso de sentir plenamente la tristeza, la impotencia y el enojo sobre la situación que estaba dándose en ese momento.

Fue una delicia cederle esa libertad y apagar tantito la razón que por tanto tiempo me ha limitado de sentir las emociones que siempre he creído negativas. Comprendí que el hecho de dejarse ir con todo en el tobogán de los sentimientos (los que sean) me hace una persona más humana y feliz que pretender sonreír todo el tiempo.

Finalmente las emociones deben salir. Reprimirlas todo el tiempo debe ser desgastante. Es mejor escuchar lo que el corazón tiene que decirnos y dejarlo ser. La misma libertad que se le invierte a un gesto amable, debe implementarse en la conciencia de la molestia y resolverla lo antes posible, con la persona indicada, en el momento preciso. De esta manera, dejarían de existir los momentos en los que siento que algo no terminó de cerrar, y las cosas quedaron incompletas.

Darle libertad al corazón de sentir más cosas que el amor, no solo lo hace más resistente, también lo hace más sabio.

Gracias por ser, estar y compartir.

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