No es la Estatua de Zeus, el Faro de Alejandría ni el Coloso de Rodas. No hablo de Chichen Itzá, del Cristo Redentor en Río de Janeiro ni de Machu Picchu. Por supuesto que no niego (ni me atrevería a hacerlo) la belleza de estas maravillas ni la importancia de su existencia. Pero ayer, en una cena con unos amigos, platicábamos de esa cosa que cada vez es más difícil de conseguir, esa cosa que ya es una especie de reliquia, ese fenómeno tan especial como un eclipse de sol o una aurora boreal.
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Eso que a veces pienso está en peligro de extinción y que tanto he perseguido, al que tanto me he aferrado durante toda mi vida, desde que era niña, incluso antes de aprender a escribir o a hablar correctamente.
Esa cosa que exige tanto y que muchas veces no te deja tanta satisfacción como esperabas, eso que brilla cuando todo parece perdido, esa inspiración para poetas frustrados y exitosos.
Esa especie de utopía lastimada. Un canto a algo más grande que todos nosotros, ese ¿milagro? que obsesiona a las grandes mentes y que vuelve locos a muchos, ese remedio engañoso para la soledad. Eso que confieso que jamás he sentido, pues todo ha sido un espejismo, una falsa concepción de la realidad, una confusión y una idealización llena de miedos e inseguridades.
Creo que no es necesario decir de qué estoy hablando, creo que escribir la palabra en este contexto la haría parecer ridícula, y yo me sentiría más que patética aceptando que a mis 28 años, he fracasado en conseguirlo y estoy cansada de buscarlo, cansada de preguntarme todos los días: ¿qué estoy haciendo mal? ¿Será mi cuerpo? ¿Mi actitud ante la vida? ¿Que soy “demasiado”, como algunos amigos me dicen en afán de consolarme? ¿Que algún día llegará, cuando menos lo piense?
Estoy cansada de hacerme estos cuestionamientos a diario, de creer que inscribiéndome a clases de todo y que saliendo a fiestas cada fin de semana aumenta mi posibilidad de lograrlo. No me consuela saber que no soy la única a la que no le ha ido bien en ese tema, ni mucho menos me produce placer ver cómo muchos de mis conocidos están igual (o peor) que yo.
Mucho menos me hace sentir bien percatarme de que quien lo ha conseguido no lo valora y se la vive engañando o desprestigiando lo que tiene, haciendo de su maravilla algo cotidiano, algo común y vulgar, algo aburrido.
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Debo dejar de soñarla, de imaginarme feliz con ella, de pensar que el mayor logro de esta vida es conseguirla, porque después de años de explorar las posibilidades, me doy cuenta de algo: esa maravilla no me garantiza la felicidad ni tampoco la trascendencia.
El deseo de poseer esa maravilla puede, en cambio, cegarme a disfrutar las otras grandes maravillas que sí tengo, esas que incluyen noches con amigos, vino y tapas, esas que involucran aviones, carreteras, libros y música, esas que provocan que me levante a diario a seguirle y “echarle ganas” a todo, a carcajearme hasta llorar y a sorprenderme de lo bonito que puede lucir el mundo cuando le quito peso a esa, su gran maravilla, de la que me despido con anticipación por si jamás llega, y a la que siempre rendiré tributo como un hermoso sueño que quizá no es para mí, pero que eso no impide que pueda disfrutar de todo lo demás.
Porque nada peor que aferrarse a un dogma, a algo sin pies ni cabeza y a algo que en realidad no sabes si te hará dormirte con una sonrisa todas las noches. ¿O sí?