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5 razones por las que el perdón es cómodo y conveniente

No es que sea una santa, mi tendencia al perdón no tiene que ver con el sacrificio. Perdono por comodidad y conveniencia.

No me cuesta trabajo perdonar. Al revés, algunos me dicen que soy blandengue, que los otros pueden hacerme cosas horribles y yo limándome las uñas. No es indiferencia, pero tampoco abnegación. Puede ser que para mí tales cosas no sean tan horribles. Puede ser.

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Claro que me duele, claro que tras la estocada me desgarro las sangrantes vestiduras, manejo un nivelazo de drama… es sólo que concluido el acto, clausurados el llanto y el berrinche, me entra una especie de empatía mezclada con preocupación: él o ella también deben de estarlo pasando mal, pobrecitos, pienso.

Parecería que soy una santa, pero no hay nada santificable en mí. Esta tendencia al perdón no tiene nada que ver con el sacrificio. También se puede perdonar por egoísmo bienintencionado. Porque en perdonar encuentro grandes ventajas:

1. Perdonar me vuelve más o menos realista

No centrarme sólo en mi perspectiva es un ejercicio complicado pero favorable. De hecho, no puedo evitar, después de reaccionar escandalosamente a los agravios de alguien, sentirme fatal pasadas unas horas, por mucho que haya merecido mi escándalo. Entonces perdono, como si me diera a mí misma una palmada en la espalda.

Porque el perdón ofrece un panorama variado, que va más allá de lo que sucede en mi cabeza. El punto de vista del otro forma parte de la realidad.

2. Perdonar es más cómodo

Si la persona me interesa, si la quiero en mi vida, pues a perdonarla, caray, ni que hubiera matado a mi mamá. Si no me interesa, igual la perdono y la saludo con amabilidad cuando la encuentro en la calle, sin intimar más de la cuenta. En ambas vertientes del perdón, gano en comodidad.

Trato de alivianarme, de tomármelo con calma. Como decía mi papá, uno de los hombres más ecuánimes que existieron sobre la faz de la tierra: “No pasa nada.” Ése era su mantra. A él le funcionaba. A mí me funciona.

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3. Perdonar me recuerda las cualidades del otro

Nadie es tan malvado, por dios. Pero a veces creemos que sí, que la gente es malvada y hace algunas cosas sólo por el retorcido gusto de jodernos. Pienso en un amigo, a quien una vez le confié mi temor hacia un hombre que era muy guapo: “Fulanito es malvado”, le dije. “Fulanito no es malvado, Belinda, es pendejo”, me contestó acertadamente.

Más que crueldad o malas intenciones, hay imperfecciones de diferentes formas y tamaños. Entonces, cuando perdono a alguien (un acto que ejerzo con constancia), en lugar de pensar que tal persona es el Luzbel, me concentro en lo contrario: ¿cómo no lo voy a perdonar si es un lindo, si hizo esto y esto otro por mí? ¿Cómo voy a seguir enojada con ella, que estuvo conmigo en tal momento horrendo? ¿Ven? No lo puedo evitar.

4. Perdonar es, ante todo, mi decisión

No importa qué tan grave haya sido la afrenta. Si decido perdonar, pues muy mi asunto, muy mi elección. Decidir ciertas cosas, con cierto nivel de conciencia, se siente bien. Es casi subversivo. Sobre todo en casos de infidelidad, un tema al que le debería dedicar un post: la gente se asusta mucho de que a mí no me asuste tanto la infidelidad.

5. Perdonar me hace aprovechar mejor mi tiempo

Como ya perdoné, como no estoy dándole vueltas a ningún episodio escabroso, entonces me pongo a trabajar, o a leer, o planear mi fin de semana, con todo el desahogo del mundo.

De veras, cuando me ha costado trabajo perdonar a alguien (porque sí me ha pasado), me he sorprendido con el tiempo que invierto pensando de sobra, analizando situaciones que más bien parecen caleidoscopios del terror. Qué molesto.

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