Conocemos al director Woody Allen como un genio en la comedia estadounidense, de un estilo narrativo único, por su forma de analizar las relaciones interpersonales con diálogos desde agudos hasta el absurdo. Tener un romance a la Woody Allen, para quienes somos aficionados a sus películas, resulta ideal; la comunicación, la introspección y el diálogo, con un toque de humor y psicoanálisis, son pilares de sus historias (y sí, también Nueva York).
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Pero, además de disfrutar sus filmes, puedo considerar un par de conclusiones o moralejas que podríamos tomar de sus más populares películas: Annie Hall y Manhattan. La primera, sobre ser el único intérprete de nuestra historia, y segundo sobre las relaciones finitas en las que se envuelven sus personajes.
Interpretarse a sí mismo
Una característica de las películas de Allen, es que él mismo participa como protagonista interpretando personajes qué solo él podría hacerlo, por estar basados en él mismo. Parece el truco perfecto, pero lejos de verlo como un egocentrista, ¿qué es lo que nos enseña? A interpretarnos a nosotros mismos. Que nuestra personalidad, carácter, aficiones, manías, miedos y obsesiones son suficientes para ser protagonistas de nuestra historia, no tratar de ser otro o incluir en nosotros características que no tenemos.
Son precisamente nuestras imperfecciones y cualidades de las que debemos valernos para interpretarnos a sí mismos, de la misma forma en que Allen se valió para hacer sus propios guiones recreando las cualidades y defectos que dominaba. De manera que con el grado de autenticidad que poseemos realicemos la máxima de que todos somos únicos y que el papel que desarrollamos en nuestra historia no podrá, al igual que en las de Woody Allen, ser interpretado por nadie más.
Disfrutar el momento, sin agobiarnos por su duración
Segundo, además de interpretarse a sí mismo, Woody Allen plantea romances finitos con una evolución ideal y con un desenlace que si bien no es el “y vivieron felices para siempre”, es un desenlace maduro y necesario, que concluye de manera natural e inevitable. La relación se vive en ascenso, emocional e intelectualmente, hasta que se asume que no se puede vivir eternamente lidiando con las manías del otro, las inseguridades o las metas que cada quien desea cumplir personalmente. En esas relaciones finitas realizan pragmáticamente lo que hemos escuchado como “vivir el presente”.
El clima de aceptación que rige las relaciones de Woody Allen hasta el punto irreconciliable de ese proceso de conocimiento, nos confronta a una nueva visión de las relaciones y parejas. Aunque cada quien puede tomarlo como le parezca conveniente, la perspectiva de estas relaciones es que tienen un principio y un fin, que no es precisamente el “hasta que la muerte los separe”, y en ese período finito se disfrutan al máximo, se conocen, se entienden, llegan a la cúspide en lo que idealmente deseamos como una pareja perfecta, sin el estrés de que el objetivo de nuestra relación es la sentencia obligada de “vivir felices por siempre”.
Creo que muchas relaciones se vuelven dolorosas porque nos aferramos a la idea de prolongarlas más allá de sus posibilidades, sacrificando en cierta medida quienes somos, lo que queremos o los planes que pretendemos realizar. Si bien el final de una relación no es grato, al menos puede funcionar volcar toda esa energía, lo provechoso y bello de la relación (o lo doloroso) para producir algo nuevo, crear o rendir un pequeño homenaje a lo que fue y compartirlo con las personas que nos rodean, como la manera más viable de perpetuar nuestras relaciones, como en el caso de Annie Hall.
Manejar una relación bajo la concepción de algo finito ayudará a enfocarnos mejor en vivir el presente, pues las personas van y vienen; aunque no descartemos que alguna nos sorprenda acompañándonos por el resto de nuestras vidas sin haberlo sospechado.