Dice Antonio Alatorre en La migraña, su única novela: “Puedo deleitarme en el paladeo de las partes que conforman un momento”. La frase, claro está, es universal: atañe a toda o casi toda la experiencia humana, y es posible insertarla sin mucho esfuerzo en más de un tópico. No es abusar, entonces, de la maleabilidad de la línea, encajarla sin temor en un placer que seguro no nos es ajeno: el taco de cochinita pibil.
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En la calle 5 de febrero, entre Regina y Mesones, hay un local que tiene una lona mal impresa en la que se adivina a leer el nombre: “El consentido”. Tiene un dibujo de, cómo no, un cerdito sonriente en un cazo hirviendo –el género del anuncio antropomórfago1 es popular entre los rotuleros mexicanos—, y goza de no mala fama en la zona.
El sitio, hasta hace poco, constaba de un local diminuto que se abarrotaba. Sabiamente, los propietarios decidieron dar un paso en la dirección correcta: acondicionaron un segundo piso, amplísimo, desde donde se ve la calle mientras se come. Nunca sobra tener una vista agradable a la hora de los alimentos.
La cochinita de 5 de febrero, como en realidad le dice todo el mundo, es notable por varia razón, pero me limitaré a enlistar tres. En primer lugar está su suavidad: la carne está cocida a tal grado que casi se deshace en la boca; hacen falta unas pocas mordidas para que desaparezca sin trabajo.
En segundo sitio –no es una lista jerárquica, por cierto: es una colección de apuntes de lo destacable—, mencionemos el sabor. La cochinita de 5 de febrero, ciertamente, sabe a cochinita: no es una disrupción de lo que conocemos como el sabor a cochinita, esa idea mental que habita nuestras cabezas y con la que contrastamos todo lo que comemos bajo ese apelativo. No obstante, sí es tantito diferente: sabe a la cochinita de 5 de febrero.
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A saber qué le da ese toque, pero está hermanado con la tercera característica –personalmente, mi preferida—: su cebolla morada. Bravísima, no puedes comer ese taco sin ella. Está bañada en habanero y resulta imposible comerla sin enchilarse: grandes comedores de picante han quedado vencidos ante su potencia.
Estas tres virtudes, colocadas en una porción justa –no generosa pero tampoco disminuida— en medio de una tortilla, crean ese curioso suceso físico llamado taco de la cochinita de 5 de febrero. Pocas cosas tan gozosas y tan tristes como pedir una orden de estos tacos, acompañarla de una Mirinda –o Domainé du Mirindá, como la llama Guillermo Sheridan en su guía pochette del refresco mexicano— y devorarlos con regocijo mientras los vemos poco a poco transformarse, por obra de nuestra glotonería, en polvo, en humo, en sombra, en nada.
1 El terminajo es propio: fue inventado un domingo de resaca en el que el tema principal del desayuno –barbacoa, por cierto— fueron los animales que comen animales en los sensacionales diseños de puestos de comida nacionales.