Hoy cumplí 23 años y decidí que tengo que adquirir ciertas responsabilidades en la vida. Sería impensable que siguiera tan a la deriva como he estado hasta hoy. Y por lo mismo es que me convencí de que debo que tener algo propio. Algo que sea mío y que respire. Algo de lo que me pueda hacer responsable. Algo como un pequeño colibrí o un mamífero. Algo como el ‘Negro Vicente’. El Negro Vicente no es ni un niño ni un adulto, es más bien un cuadrúpedo que sólo sabe pedir comida y vagar. Un cuadrúpedo que tiene alma de vagabundo.
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Porque de hecho lo mejor que conoce es vagar. En realidad lo único que sabe hacer en la vida es vagar. Porque no rola, ni mueve la cola, ni da la mano, sólo vaga por los alrededores de la tienda de maquillajes en donde yo trabajo. Y lo hace tan bien, que más de algún locatario piensa, que bien podría ser la viva reencarnación de un hombre sin techo. Un verdadero vagabundo reencarnado en perro. Esa es la tontera que andan diciendo todos. La tontera que han ido repitiendo -una y otra vez- desde el primer día en que lo vieron aparecerse. Y por lo mismo que lo bautizaron con nombre de humano, porque siempre se han imaginado que es un humano. Lo bautizaron como el “Negro Vicente”, porque sencillamente es negro como el carbón, y porque lo único que ha hecho hasta hoy, en los más de cinco años que lleva hasta aquí, es merodear sin rumbo y dormir en las cercanías de una carnicería cuyo dueño se llama Vicente.
Pero lo raro es que ni el carnicero ni nadie, hayan querido adoptarlo hasta ahora. Todos lo miran como una extraña figura, como una suerte de perro cacho. De perro viejo e inútil. De hecho yo soy la única que no. La única interesada. La única rara, que se ha enamorado de su alma canina. Porque yo estoy realmente enamorada del Negro Vicente. Él es el actual amor de mi vida. ¿Y cómo me ocurrió este extraño fenómeno de haberme enamorado de un perro? Bueno todo comenzó desde que se transformó en mi actual compañero de viajes. Desde ese momento que se inició todo. Cuando comenzó a andar a la ciega mía. Cuando comenzó a entrarse por la puerta trasera- de cualquier micro a la cual yo me subiera-para venir a sentarse a mi lado.
Desde ahí que llamó mi atención. Primero porque yo nunca había visto un perro que fuera capaz de subirse a una micro, y segundo, porque además, yo tampoco había visto a un perro, que tuviera la astucia de elegir subirse justamente por la puerta trasera para no pagar. Y es que el Negro Vicente no es un perro como cualquier otro perro. El Negro Vicente es un perro especial. Es casi humano. De hecho la forma en que empezó a mirarme cuando recién nos conocimos, lo transformó de inmediato en un ser casi humano para mí. Siempre me miró como si hubiese querido permanentemente algo. Como un amigo cacho.
En especial cuando me veía comiendo. Cuando el Negro Vicente me veía sacar el pan con mortadela de la mochila, se volvía prácticamente loco. El olor de la cecina lo despertaba en serio. Tanto que apenas lo olía, de inmediato me clavaba sus ojos vidriosos y comenzaba a rasguñarme las piernas. Sus ojos vidriosos eran iguales a los ojos vidriosos de los sujetos más “angustiados” por la pasta base del barrio. El Negro Vicente me clavaba sus ojos y comenzaba a aullarme como si estuviera loco. Al verlo habría apostado el oro y el morro, a que había heredado aquellas peculiares maneras de su antiguo cuerpo de vagabundo. Porque el Negro Vicente es de todo menos normal. Y su anormalidad le da resultado, tanto, que desde que comenzó a acompañarme, nunca he podido negarle mi sándwich.
Y por lo mismo que quiero adoptarlo, porque además tiene algo que me lleva al pasado. Porque tiene algo que me recuerda al perro que tuve a los trece. A mi pequeño Foxy. Al perro más intrépido que he visto en mi vida. El único perro que ha sido realmente mío. Mío. El pequeño Foxy era blanco. Cuando lo bañaba -que era tarde mal y nunca- siempre quedaba tan blanco como cualquier copo de nieve. Como cualquier otro perro fino. Pero el detalle es que el Foxy no era fino. El Foxy era quiltro. Era una cruza entre un terrier y un poddle de baja laya. Y además era pedigüeño.
Pedigüeño como el Negro Vicente. Sólo que al Negro Vicente le gusta el pan con mortadela. Y al Foxy le gustaba el chocolate. El Foxy solía obligarme a convidarle todos mis chocolates. Inclusive cuando estaba en la pitilla. Inclusive allí, cuando ya estaba a punto de morirse, seguía aullando por mis chocolates. Recuerdo su muerte como si fuera hoy. Recuerdo que fue casi surrealista la forma en que trató de esconderla, cuando supo que se le venía encima. Se escondió en una de las ligustrinas más verdes y frondosas de mi patio, y a los tres días partió. Fue impactante. Tenía los ojos completamente cerrados y el cuerpo tieso. Pero a pesar de eso, de que los tenía completamente cerrados, hasta hoy, me acuerdo de ellos.
Me acuerdo y por eso sé que son iguales a los del Negro Vicente. Vidriosos y pedigüeños. Y por lo mismo que quiero adoptarlo. Para al menos, lograr hacerme responsable por segunda vez, de alguien que respire.