Creo que desde niña he sido muy extrovertida. No me daba miedo bailar, cantar, acercarme a los adultos y presumirles mis zapatitos nuevos y jamás tuve problemas para declamar en la escuela; habilidad que aproveché durante muchos años y que acabé perfeccionando al grado de que ahora puedo exponer sobre casi cualquier tema y sentirme segura de lo que digo, elocuentemente.
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Pero eso sí, bájame del estrado y pídeme que te modele mi vestido favorito o te muestre mis dibujos y te responderé que no. Y es que no tengo problema para hablar de cosas no muy personales, pero si me pides que me muestre tal como soy, me pongo muy nerviosa. Tengo más de 2 libretas llenas de dibujos, anotaciones, pensamientos, poemas y todo lo que se puedan imaginar, que nunca le he mostrado a nadie. Incluso, cuando recién abrí mi primer blog, me costó mucho compartírselo a mis amigas y llegaron a él por mera casualidad.
En otras cosas soy mucho más sencilla, pero siempre me siento insegura sobre mi trabajo personal. Muchas veces tengo claro que trabajé mucho por algo y que di lo mejor de mí, pero me preocupa que no sea suficiente así que prefiero no mostrarlo. Y qué tonta actitud.
Las pocas veces que me he atrevido a mostrarle a alguien un pedazo de mí, en forma de dibujo, texto o lo que sea, ha sido bien recibido. Y aún si no lo fuera, hay que sentirse orgullosos de lo que uno logra con el tiempo y dedicación invertidos.
Todos los días lucho contra la inseguridad en sus diferentes colores y sabores: cuando no me siento lo suficientemente bonita, inteligente, capaz, informada, graciosa, talentosa o lo que sea y yo misma intento autosabotearme. No es un trabajo fácil, pero desde que decidí no dejarme vencer por las inseguridades me la he pasado mucho mejor que escondiéndome en un rincón.