Formar una familia es muy complicado. Son dos universos que deben converger hasta llegar a un punto en común, poder evolucionar y guiar el camino de los hijos a un bien común.
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Ya no se siente la emoción de un inicio, sería extraño sentir nervios al ver a tu pareja después de años viviendo juntos y de verse en todas las etapas. La vida en pareja y más cuando se suman los hijos no es el «vivieron felices para siempre» que nos prometen cuando somos jóvenes.
Es un trabajo de todos los días y que ni así se asegura la compatibilidad. Los seres humanos somos cambiantes, no somos estáticos, y vamos evolucionando año con año. Esto lleva a separar los caminos de las personas con las que empezamos el recorrido.
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Muchos padres de familia saben que ya no hay esa senda en común que un día los unió, pero prefieren no separarse por el bienestar del niño. Esto es entendible, si una ruptura de por sí es complicada, si sumamos el factor hijos, el enredo es mucho mayor.
Asimismo, por mucho tiempo se tuvo la idea que un divorcio afectaba la salud mental de los hijos. Y aunque es una transición que –por supuesto– es complicada; con acompañamiento y asesoramiento se puede salir adelante.
Decidir vivir bajo un mismo techo cuando ya no hay compatibilidad, y el amor se esfuma día es mucho más dañino para los niños.
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Ellos, no son ingenuos y saben cuando la armonía se ve alterada. Por ende, hay mayor probabilidad que aumenten las peleas, los enojos, y los silencios incómodos. Esto no solamente afectará el ambiente en el que se desarrollan todos los integrantes de la familia.
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También es un desgaste emocional para las parejas que comienza a traducirse en otras áreas de tu vida. Si uno no está bien consigo mismo, es imposible rendir de forma adecuada y eso lo resienten los niños.
Es mejor tener a los padres separados, y felices, que a todos bajo un mismo techo y sin equilibrio.
